Cenizas

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No quedaba nada.

Írek contemplaba, impotente, como los últimos vestigios de lo que alguna vez había sido un frondoso bosque se reducían a cenizas, abrazados por las llamas cada vez más pequeñas. Recorrió el lugar con la mirada, buscando algo, alguien, a quien aferrarse. Pero no quedaba nada.

Sus ropas se cubrían de gris a medida que atravesaba el páramo, pasando entre las viejas tiendas de campañas y restos de madera chamuscada. Tras la exploción, casi había olvidado que se preparaba para una guerra. Sus soldados habían partido hacia unas horas ¿estarían todos muertos, también? ¿Habían logrado salir del bosque de Enelda con vida? Pero Írek había relegado todas esas preguntas a un espacio apartado de su mente, ya que debía concentrarse en algo más importante.

¿Dónde estaba Dariana?

Pasó horas y horas buscando alguna pista, alguna señal que le llevara a dar con el paradero de su hermana. Aunque sabía, de antemano, que todo lo que él podía hacer resultaría inutil. Sus vanos deseos de volver el tiempo atrás tampoco darían resultado. Porque sabía que ella ya estaba muerta.

Írek cayó de rodillas sobre la ceniza, y observó sus manos quemadas por la capa de su padre. Manos cubiertas de cenizas y sangre. Permaneció allí, sin moverse, hasta que el cielo se hubo tornado naranja y el frío comenzó a entrar a través de su traje de guerra.

Y luego las sintió. Una a una, las Sombras, los espíritus de los antiguos Grandes, se materializaron frente a él, rodeándolo. Susurraban palabras de odio, de tristeza, de cólera, las cuales le acompañarían el resto de su vida. Írek permaneció inmóvil, calmado. Nada de lo podrían hacerle, se dijo, le haría daño. Había perdido no uno, sino dos reinos. Había perdido la guerra. Había perdido a sus hombres y había perdido a su hermana. No le quedaba nada; estaba solo.

Completamente solo.



Los Reinos de Aden II: Promesa #WSAwardsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora