Epílogo

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Tres años después.

Írek podía sentir el viento helado que le azotaba la cara sin piedad. A la altura en que se encontraba, no había ni un solo árbol o vegetación que lo protegiese del vendaval. Era todo rocas y viento y agua.

El rey miró hacia abajo, y abajo, hacia la corriente que rompía con violencia las olas contra las rocas del acantilado. Tomó una profunda respiración, obligándose a sí mismo a relajarse. Sabía que no le faltaba valor para hacerlo; nunca le había faltado. Ni una vez había vacilado al empuñar el arma que luego enterraría en su corazón, o al tomar el vino que sabía le haría agonizar durante horas antes de ver si era de verdad efectivo.

Y, sin embargo, se encontró dudando.

Dudó mientras se desabrochaba cuidadosamente su capa, y dudó mientras se sacaba los guantes carmesí, uno por uno, dejando al descubierto sus manos, que se helaron al acto. Se preguntó cómo, después de tantos años, todavía era capaz de sentir algo tan simple cómo el frío.

Bajó los ojos hacia las quemaduras de sus manos, las cuales Olivia había besado sin miedo, y que nunca había sentido la necesidad de ocultar frente a ella. Apretó los dientes mientras una ola de recuerdos lo envolvía. El recuerdo de su olor, de su mirada, de su sonrisa, de su pelo. De su amor.

Írek volvió a mirar al vacío y dio un paso al frente, preparándose para...

—Escribís mucho de ese tipo, ¿no es verdad?

Suprimo una maldición cuando, sobresaltada, me volteo a ver a Matías, que se encuentra apoyado en el respaldo del banco, leyendo de mi cuaderno sobre mi hombro. Intento no mostrar lo irritada que en realidad estoy; odio que haga eso.

Desde que había vuelto a la Tierra, mi don se encontraba... dormido, lo que me producía una especie de vacío difícil de identificar. Decidí que tal vez, si escribía lo que lo tendría que ver, ese vacío no sería tan notorio. Y funcionaba. Algo.

—Pensé que volvías a tu apartamento esta tarde—señalo, en un perfecto español, cerrando mi cuaderno. De cualquier manera, ya había oscurecido lo suficiente para que me resultase molesto escribir.

—Sí, bueno...—masculla algo avergonzado, pasándose una mano por el pelo claro—. Quería saber dónde te escapás todo los días después de la facultad. Siempre me gustó este parque—agrega.

La verdad es que a mí también. Es el único lugar en toda la ciudad, llena de cemento y edificios, que me recuerda mínimamente a Aden. A casa. Suspiro y me levanto, sintiendo los músculos agarrotados por haber estado tanto tiempo sentada en la misma posición. Guardo el cuaderno en mi bolso, asegurándome que no se me pierda y quede fuera de las manos de Matías.

—¿Puedo leer algo más? —pregunta, mientras camina a mi lado.

—No lo creo—respondo con una sonrisa—. ¿Por qué tanto interés en eso?

—No sé—dice, y me parece detectar algo de frustración en su voz—. Es que todo lo que escribís parece tan... real.

No sabes cuánto. Yo me río, y él sonríe, satisfecho de haber conseguido ese resultado. Caminamos en silencio hasta la salida del parque. Matías se había vuelto mi constante sombra desde que había llegado a la Argentina, y aunque yo le había recalcado constantemente que no iba a ser más que un amigo, él se había mostrado satisfecho y se había encargado de enseñarme las reglas básicas de vivir en la ciudad de Buenos Aires. "Una gringa sola e inocente será un imán para los problemas" me había dicho. Yo me había limitado a suspirar. Y, sin embargo, todavía siento culpa cada vez que me veo obligada a rechazar una salida, o una invitación, o simplemente su compañía. Pero no puedo pensar en nadie de esa manera. No cuando sigo teniendo a Kalen en mi mente cada día que pasaba, cada mes y cada año. No puedo.

Los Reinos de Aden II: Promesa #WSAwardsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora