Cap. 15: Caracas en los Años 20 (3)

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El Mercado

Me veo en una esquina de "la playa" del mercado de San Jacinto comiendo quiguas. Las quiguas eran unos grandes caracoles cocidos de los que se extraía el animal golpeando fuertemente la concha contra otro caracol, contra la pared o contra el suelo. Salía la carne blanca, en espiral, y al final tenía como un rabito de un color verduzco que muchos no comíamos, pero muchos hombres, de estómago más fuerte, aseguraban que era muy sabroso. Debía ser la mierdita de los caracoles. Tal vez aquella carne no fuera alimenticia, pero mataba momentáneamente el hambre. Y cada caracol no costaba más que una locha.

También vendían allí los "huevos de pájara", muy ricos y sustanciosos, pero de éstos para llenar la barriga era necesario comerse cinco o seis, y como valían también una locha, resultaba prohibida una merienda a ese precio. Los llamaban de pájara, porque provenían de un ave marina de la cual nunca averigüé el nombre. Eran blancos como los de gallina, pero más pequeños y salpicados en sus cáscaras por unos puntitos de color lila, muy bonitos. Se comían cocidos, por supuesto, y untándolos con un poquito de sal y pimienta que el vendedor ofrecía en un platico.

Me veo en esa esquina sucia y maloliente del viejo mercado de Caracas, tan elogiado románticamente por quienes tratan de recordar las ventas de flores, frutas o pájaros, pero que no tuvieron que matar su hambre con quiguas, chochos o huevos de pájara en medio del hedor de las enjalmas, bosta y sudaderos, en unión de mendigos, borrachos y arrieros sudorosos, de toda aquella inmunda mezcla de cosas, hombres, hierbas, cagajones, que era la playa del mercado de San Jacinto en los años de mi infancia.

"LEO" lo dijo en un chiste cruel de Fantoches, aludiendo a las tres cuartas partes del pueblo de Venezuela de la época de Gomez: "Mi hambre es inmortal"; esto respondía un hombre a otro, que según el chiste trataba de echarle en cara que le había matado el hambre. Y yo recuerdo mi hambre de esos y otros años en Caracas, en San Luis de Cúcuta, en Pamplona, en San Cristóbal... Mi padre enfermo o lejos del hogar, la familia numerosa y las entradas misérrimas, el trabajar en algo aunque no se pudiera: un desyerbo, tirar de una carretilla, repartir calzado, distribuir la Revista Científica de Venezuela...

Yo quería pintar aquí la estampa amable del Mercado de San Jacinto, con mayúsculas, y no me salió. Porque lo que palpitaba adentro era otra cosa. Pero ese mercado tenía, sí, sus cosas bellas aún para los niños con hambre como yo. Recuerdo que me distraía muchas veces mirando los pobres pajaritos enjaulados, o viendo y oyendo a un culebrero diciendo sus mentiras para vender sus menjurjes [sic]. O me detenía ante el hombre que acurrucado tenía frente a él un pote de "ladrones" y dos o tres botellitas de manteca del mismo bicho. Los ladrones eran unos crustáceos pequeñitos que los llamaban así, porque tienen la particularidad de que no poseen concha propia, sino que se meten en cualquiera que les venga más o menos a medida. A esta característica de robar su casa, deben probablemente el nombre. Y los muchachos pagábamos un centavo por uno de ellos, para divertirnos echándolos a pelear entre sí, o para acercarles un fósforo encendido por la parte trasera hasta que el bichito salía enterito de su concha...)

Viejas ventas caraqueñas

La Caracas de los años veinte tenía sus ventorrillos chicos y grandes situados en cualquier parte: en una esquina o a mitad de cuadra. Se expendía en ellos no sólo ciertos comestibles frescos tales como arepas, hallaquitas, pelota, majarete, o refrescos de elaboración casera como el guarapo de piña y el carato, sino los víveres secos propios de las pulperías. No faltaba en estos pequeños negocios una hilera de botellas en la que se veía desangrándose el eneldo, la yerbabuena, el malojillo y el berro, desangrándose, digo, en el aguardiente de caña que tomaba entonces un color verduzco, o pardo si se trataba de otro condimento como las pasas de ciruela, bebida que creo que llamaban fruta'e burro. Estos eran los tragos baratos, de a locha, que acostumbraban tomar los hombres, unos para "quitarse el frío", otros como aperitivo antes de las comidas, y otros, por la simple y humana costumbre de beber. Había clientes más resueltos: estos eran los amigos de la "caña blanca", es decir, no mezclada con ningún otro sabor. Y de esa costumbre salió una tomadera de pelo que aún se escucha entre los músicos, de gritarle a su compañero "¡Blanca...!" cuando lo ven que está algo alegre.

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