Capítulo 7

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El vapor de la ducha embriagaba mis fosas nasales. El agua caliente se deslizaba urgente por mi piel disipando lentamente la tensión que envolvía mis músculos agarrotados. Era un breve momento de paz que me tenía permitido.

Salí de la ducha abstraída por los recuerdos de la noche, hasta encontrarme parada justo enfrente del espejo de cuerpo entero que estaba en una esquina de mi habitación. La albura que reflejaba la piel desnuda de la mujer del espejo era perfecta, te recordaba la nevada más fría del año. El contraste de su melena escarlata era un ardiente estremecer. Sus extremidades elegantes y agraciadas eran fascinantes. Podía jurar que sus afiladas facciones habían sido esculpidas por Miguel Ángel, pero unas prominentes y sobresalientes ojeras ensuciaban su rostro. ¡Oh, infinita misericordia! Sus ojos eran una seductora combinación de lo helado y lo llameante, lo suave y lo escabroso, el recato y la soberbia. La luz de su candor se iba extinguiendo poco a poco como los cirios olvidados de las iglesias. Sin previo aviso, un nudo en la garganta me abordó por completo y las lágrimas no derramadas se negaban a danzar libremente. Miré al espejo y la mujer me miraba con dureza, no mostraba rastros de agonía ni debilidad, permanecía imponente de pie frente a mí. Sabía que era momento de rendirme, era hora de dejar de luchar contra lo inevitable, dejar de nadar contra corriente, dejar de resistirme. Un suspiro ahogado brotó de mis labios, mientras la resignación me arrullaba entre sus brazos.



Al bajar las escaleras Raizel y mi hermana me esperaban en la pequeña sala de estar. Observé con detenimiento a mí alrededor, todo tenía una perspectiva diferente para mí. Podía apreciar cada detalle, cada color, cada sonido y forma de una manera diferente. Podía escuchar el sonido de sus respiraciones, el bombeo de sus corazones y el sonido de su sangre circulando por sus venas. El tic tac del reloj de pared se hacía presente como un martillar tormentoso. Los pequeños rayos de Sol que penetraban la pálida cortina, dejaban ver las partículas de polvo que desprendían los viejos sillones color verde olivo y la textura del suelo de madera se sentía áspera en mis pies descalzos. Ellas me miraban con cautela, sabían que algo había cambiado.

-Buenos días-, les ofrecí una pequeña sonrisa.

-Buenos días cielo, ¿Cómo te sientes?-, Raizel habló tan pausado, como si se dirigiera a una niña pequeña.

-Mejor de lo que merezco-, con una gracia que no creí tener jamás, tomé asiento en el floreado sillón individual.

El largo cabello grisáceo de Raizel era un símbolo de veteranía y saber, sus suaves ojos claros eran invadidos por los pliegues de las arrugas que se habían aferrado con el paso de los años.

-¿Leila?-, su voz me distrajo de mis pensamientos.

-¿Sí?-, sabía que esta conversación no podía esperar más. Había sido muy considerado de su parte haber evitado hacerme mil y un preguntas la noche anterior y dejarme descansar. Pero en este momento, no podía soportar la frustrante sensación de que esto pareciera un juicio legal.

-Querida, necesitamos hablar, sobre lo que pasó... anoche-, mi mirada viajó a Liora. Cada día me sorprendía más. La distinción de su postura era precisa, su espalda recta, la horizontalidad de sus hombros y sus delgadas manos que descansaban en sus rodillas, la hacían lucir perfecta. Sus sugestivos ojos grises eran helados copos de nieve que miraban con detenimiento.

-No hay mucho que contar...-, las palabras se arrastraban de mi boca sin permiso.           

*¿Qué es lo que te sucede?*, la voz de mi hermana se escuchaba como un susurro en mi cabeza.

-Anoche, mi camino se cruzó con dos caídos-, las reacciones de ambas era lo que esperaba, sus ojos casi se salen de sus cuencas.-Estaban atacando a una humana, a una chica del colegio-.

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