Capítulo 8

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Un silencio inquietante danzaba por la casa. La calefacción estaba encendida, mientras el humeante olor a canela y miel inundaba cada una de las esquinas. La atmósfera de mi hogar desprendía paz y quietud.

Sin hacer ruido, me quité las pesadas botas, las dejé junto a la puerta y caminé lentamente hasta la cocina.
Para mi sorpresa encontré a mi hermana de pie junto a la estufa sumida en sus pensamientos. Abrazaba aferradamente un bol de cristal mientras batía de manera urgente una mezcla blanca.

La cocina estaba desordenada, habían varios recipientes de plástico, diferentes botellas y frascos de cristal y rastros de lo que parecía harina o polvo para hornear por todos lados. En la reducida mesa redonda, yacían unos panecillos recién horneados, galletas azucaradas y pequeñas magdalenas.

Algo que distinguía a Liora de mí, es que había aprendido a desahogar sus sentimientos cocinando. Su gran afición comenzó cuando tenía sólo seis años.
Era medio día, cuando regresábamos del colegio. Ella había llegado a casa furiosa y cubierta en llanto, debido a que una niña llamada Elvira le había cortado intencionalmente un mechón de su larga y rojiza caballera. Su berrinche cesaba por nada. Inmediatamente Raizel la tomó en brazos y la metió a la cocina. Ese día estuvieron toda la tarde encerradas. Cuando el sol se había ocultado, me llamaron para que me uniera a ellas y así darme una rebanada de los tres pasteles de zarzamora que habían preparado. Ella estaba sonriente y satisfecha. Todo rastro de llanto y angustia habían desaparecido de su rostro. Sin que lo hubiera imaginado, el cocinar le había enseñado una forma de mantener al margen todas sus emociones, hasta el día de hoy.

Un remordimiento de consciencia me abordó. Sabía que estaba cocinando por mi culpa. La discusión que habíamos tenido por la tarde, no se comparaba con ninguna del pasado. Por un instante dudé si pasar directo a mi habitación y no hablar con ella. Pero no quería terminar el día de esta manera, era mi hermana y tenía que arreglar las cosas a como dé lugar.

-Todo se ve... delicioso-, dije mientras su mirada encontraba la mía. Su ceño fruncido dejaba ver esa delgada línea que se dibujaba entre sus cejas mientras respondía un sencillo. -Gracias-.

El ambiente tenso e incómodo, hizo que nos quedáramos paradas sin saber qué hacer. Una mano viajó a mi cabello y comencé a enroscarlo. Estaba nerviosa y creo que ella igual.-Liora, y-yo...-

-No tienes nada que decir Leila-, dijo mientras ponía el bol en la mesa y se limpiaba las manos con el mandil de estrellitas amarillas que le había regalado en uno de nuestros cumpleaños.-Yo no debí... No tenía derecho, de intentar meterme en tu vida y prohibirte hablar con él...-.

Un suspiro ahogado salió de mis labios. El retraimiento que mi hermana sentía no la dejaba siquiera terminar la oración. Tal vez no era el momento de palabras, si no de acciones. Por instinto me acerqué a ella y la cubrí con un fuerte abrazo, siendo para mi alivio, correspondido.

-Te voy a ensuciar toda-, podía percibir una sonrisa en sus labios.

-Un poco de harina no hace daño, ¿Necesitas ayuda?-, y con esa simple pregunta, un grato brillo comenzó a tintinear en su mirada, haciéndola asentir feliz de la vida.

Sinceramente, la cocina no era algo que me extasiara, pero tenía que hacer una excepción y compartir tiempo con Liora. Me limité a seguir sus instrucciones de lo que tenía que hacer, como sacar del horno lo que estuviera listo y espolvorearles azúcar. ¡Vaya, trabajo!

-¿Dónde está Raizel?-, pregunté, casi me quemo la mano al abrir el horno por enésima vez, para sacar otra docena de galletas recién hechas.

-Salió después de que te fuiste. Supongo que pensó que estabas en tu cuarto, porque no me hizo ninguna pregunta. Solo mencionó que regresaba mañana-, sin darse cuenta, se pasó el brazo por la frente embarrándose más de harina.-Pensé en salir a buscarte, pero lo mejor era que me quedara en casa por si alguna de las dos regresaba-.

LuminiscenciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora