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Choi Minho empezaba a ser demasiado grande para hacerse el Superman. La adrenalina le corría por las venas y el bello de los brazos se le erizaba, pero eso no era suficiente para mitigar el fuerte dolor que sentía en el costado que le impedía respirar. A los veintiséis años, el sufrimiento que le causaba su deseo de salvar al mundo era más fuerte que antes.

Se concentró en la respiración para controlar el dolor y las náuseas que empezaban a invadirlo. Por encima de los pinchazos que le taladraban la cabeza oía el ruido de los turistas y los taxistas, la música isleña y el sonido de las olas que rompía en los muelles. No se oía nada distinto de lo que de ordinario llenaba el aire húmedo de la noche, pero Minho sabía que ellos se encontraban allí. Si lo atrapaban, no dudarían en matarlo, y en ésta ocasión lo conseguirían.

La luz del casino Atlantis iluminaba algunas zonas del puerto deportivo, y por una fracción de segundo se le aclaro la vista para, inmediatamente, volverse borrosa de nuevo, lo cual causó estragos en su equilibrio cuando intentó salir de las sombras. Las suelas de sus botas no hicieron el más mínimo ruido cuando subió al yate que se encontraba amarrado a la punta del muelle. La sangre que manaba del corte que tenía en el labio del labio inferior le caía por la barbilla hasta la camiseta negra. Sabía que cuando se le agotara la adrenalina sentiría muchísimo dolor, pero tenía planeado encontrarse a medio camino de Florida antes de que eso sucediera. Ahora, a medio camino desde el infierno, se encontraba de vista en la isla Paradise.

Minho encontró el camino hacia la oscura cocina y hurgó en los cajones.

Dio con un cuchillo de pescado, lo sacó de la funda y comprobó el filo con el pulgar. La luz de la luna entraba por la ventana de plexiglás que se encontraban por encima de su cabeza e iluminaba retazos del oscuro interior.

No se preocupó en registrar más a fondo el yate. De todas formas no se veía demasiado, y estaría perdido si encendía las luces e iluminaba su posición.

Los cubiertos entrechocaron el cajón cuando Minho lo cerró de golpe. Si los propietarios se encontraran todavía a bordo, ya había hecho suficiente ruido para despertarlos.

Y si de repente emergía alguien de la oscuridad, debería pasar al plan B para contingencias. El problema era que no contaba con ningún plan B. hacía una hora que había agotado la última estrategia que tenía en reserva, y en ese momento se guiaba por pura intuición e instinto de supervivencia, si ese último cartucho fallaba, era hombre muerto. Minho no tenía miedo a la muerte; simplemente no quería ofrecer a nadie el placer de matarlo.

Después de comprobar que no aparecía nadie, volvió a la cubierta y rápidamente cortó las amarras. Subió las escaleras hacia el puente de mando. La vista se le aclaró por unos segundos, lo cual le permitió advertir que el puente tenía un techo de lona y no de plástico. Se arrodillo al lado de la silla del capitán, entre las sombras y la vista se le nublo otra vez.

Sintió unas fuertes náuseas y se concentró en la respiración todo lo que pudo. A tientas, valiéndose del cuchillo, extrajo una sección de la tapa del timón. Mientras extraía un manojo de cables, el corte que tenía en la frente le escoció a causa del sudor que le deslizaba hasta las cejas. Seguía sin ver correctamente, y tardo más de lo que hubiera gustado localizar la parte trasera del botón de ignición. Cuando lo consiguió, desenredó los cables y los conectó. Los dos motores de a bordo arrancaron y empezaron a remover el agua; Minho se agarró el costado con una mano y, con la otra en el timón, se levantó.

Puso el barco en movimiento accionando el acelerador y lo alejó del muelle. Si giraba la cabeza hacia la derecha la visión le mejoraba y de esa forma podía mantener el yate centrado y alejado de posibles peligros.

Condujo el barco fuera del puerto deportivo y hacia el puerto de Nassau pasando por debajo del puente que conectaba la isla Paradise con la capital, más allá de los cruceros amarrados al muelle Prince George. Esa noche nada le había salido bien: en ese mismo instante, en cualquier momento, todavía era posible que los motores se incendiaran, que el fuego desintegrase el techo de lona y que arrasara el suelo de la cubierta. Desde el instante en que había llegado a la isla, esa tarde, su suerte había ido de mal en peor, y no tenía ninguna esperanza de que su mala suerte le abandonara todavía.

Key lo revela todo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora