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Key iluminó con una pequeña linterna los restos del timón. El techo de lona que cubría el puente se había consumido casi por completo y sólo quedaba de él unos cuantos metros de tela chamuscada y los aros de aluminio ennegrecidos. Una brisa ligera y salada le revolvía el pelo y le hacía ondear las faldas de su chal contra las caderas y el trasero. El aire marino removía las cenizas que cubrían el suelo y los restos de la silla del capitán y del timón.

Aquello no podía ser verdad. Aquello no le estaba ocurriendo a él.

Él era Key Kim y ésa no era su vida. Él se encontraba de vacaciones, descansando. De hecho, al día siguiente regresaba a casa. Tenía que regresar a casa.

Aquello era una locura, así que debía tratarse de una pesadilla. Sí, eso era. Él había embarcado para tomar un último aperitivo con cóctel Nassau y se había quedado dormido en el camarote, y ahora se encontraba en medio de una pesadilla protagonizada por un demente. De un momento a otro despertaría y daría gracias a Dios por haber acabado con la pesadilla.

En la oscuridad, el extintor atravesó el aire, rebotó en el timón y se quedó clavado en el agujero.

—¿Qué viene ahora? ¿Un poco de nalpam escondido en tu ropa interior? —le preguntó el tipo, loco y aparentemente real, que se encontraba detrás de él; el tono de furia de su voz cortó el aire nocturno que le separaba.

Key miró hacia atrás y vio esa cara magullada y golpeada iluminada por la luz de la luna. Había creído que lo asesinaría y lo utilizaría como carnada de pesca. Cuando ese tipo lo ató, tuvo más miedo del que había sentido en su vida. El miedo se le instaló en el pecho y le cortó la respiración. Había estado absolutamente seguro de que le haría daño y de que, luego, lo mataría. Ahora estaba demasiado aturdido para sentir nada en absoluto.

—Si hubiera tenido nalpam, estarías asado —replicó antes de pensarlo dos veces; cuando cayó en la cuenta de que lo había dicho, dio unos pasos atrás.

—Oh, no lo dudo, querido. —Él se acercó hacia Key y se llevó la mano a la espalda—. Aquí tienes.

Saco de detrás un cuchillo enfundado en piel y le agarro a la mano. Key se sobresaltó cuando sintió que se lo ponía en la palma de la mano con un golpe.

—Si quieres acabar con mi sufrimiento, utiliza esto —añadió—. Es más rápido y duele menos.

Despacio, él se dirigió hacia donde antes había estado la puerta y donde ahora solamente quedaba un marco de metal con unos retazos de lona ondeando al viento. Entonces, aspiró con fuerza y empezó a bajar las escaleras.

A la primera señal de fuego, Baby había escondido la achaparrada cola entres las patas y corrido en busca de un rincón más seguro. Key también había corrido; o más bien se había arrastrado por el suelo y las escaleras, hacia un rincón más seguro. Se había quedado en la cubierta de popa mientras aquel loco llamado Minho combatía las llamas. Había visto, sin podérselo creer, cómo los trozos de lona incendiada volaban con la brisa.

El ruido de la puerta de la cocina al cerrarse de golpe resonó en la noche. Luego, todo volvió a quedar en silencio y el único sonido en medio de la quietud era el dulce chapoteo de las olas contra el casco del barco. Miró alrededor, a la oscuridad, a la nada, y se sintió como esos supervivientes de los huracanes que había visto en las noticias: despeinado, con la mirada errante y aturdido. Su mente captaba con dificultad su situación real: que se encontraba en cualquier punto de océano Atlántico en un barco averiado y sin llevar encima nada más que la ropa interior y un chal mientras un hombre a todas luces demente dormía bajo sus pies.

Key bajó las escaleras. Toda la noche había resultado surrealista, había sido como estar atrapado en una pintura de Salvador Dalí deformada y retorcida en la que miraba alrededor y se preguntaba «¿qué es esto?». Cuando llegó a la cubierta de popa encendió la linterna y entró en la cocina a paso lento.

Key lo revela todo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora