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Key puso arroz a hervir y mezcló orégano, romero, pimienta de cayena y un pellizco de sal en un cuenco.

«Cuando quieras, Keycito.» Minho casi se lo había susurrado al oído. Bueno, quizá no lo había susurrado y quizá tampoco se lo había dicho al oído: se encontraba demasiado lejos de él. Aun así, la sensación que lo había asaltado era de que se lo había susurrado al oído, de que había bajado la voz hasta convertirla en una caricia íntima que le había erizado el vello de la nuca. Una experiencia no del todo desagradable. Lo cual era malo. Muy malo y peligroso.

Ya la primera noche que le vio supo que era un hombre peligroso, pero no se había dado cuenta de que el peligro estaba en pensar en él como un hombre y no como un ladrón o un pirata. No había querido mirarlo a la cara magullada y ver más allá de los morados y las heridas. El café de sus ojos, su piel morena y su pelo oscuro. La determinación de la mandíbula y del mentón y la sensualidad de sus labios, que habrían dado un aspecto blando a cualquier otro hombre, pero no a Minho. Minho tenía una sangre compuesta en un noventa y nueve por ciento de pura testosterona; no cabía lo menor duda de que era un macho cien por cien.

Key no quería ver al hombre que había en Minho, el hombre que podía matar dragones, que rescataba doncellas y perritos en peligro de ahogarse, que pescaba los peces más grandes.

Sólo después de haber admirado su presa desde todos los puntos de vista y de haberla sopesado con los brazos, como si fuera el mayor pescado que se hubiera capturado nunca, Minho se puso a limpiar los pescados. Lo hizo como un profesional. Habían pescado más de lo que se podían comer, así que empaquetaron los filetes y los metieron al fondo del congelador.

Mientras Minho encendía los motores y limpiaba un poco, Key se dedicó a buscar especias en la cocina. Encontró aceite de oliva, cinco limones y arroz en la alacena. Mientras el arroz se cocía, aderezó cuatro filetes pescado y les añadió un pellizco de pimienta negra. Cuando el aceite estuvo caliente, colocó los filetes en lo sartén y los frió durante siete minutos por cada lado.

Key no se consideraba un gran cocinero, pero parte del tratamiento contra la bulimia consistía en establecer una relación sana con los alimentos, en aprender a comer de nuevo. Y eso significaba aprender a preparar algo más que un plato precocinado. Había tomado algunas clases, pero de donde más había aprendido era de los libros de cocina que había coleccionado, procedentes de todas partes del mundo. Tenía ciento doce, y algunos de ellos le resultaban ilegibles, porque estaban en francés, italiano o español. Los había comprado durante los últimos años de su carrera como modelo, cuando su enfermedad se encontraba en su fase más aguda. En aquella época, todos sus pensamientos se concentraban en la cantidad de grasa que tenía una pechuga de pollo, en las tablas de calorías y en calcular cuánto ejercicio tendría que hacer para quemar las calorías de un yogur. Esa pérdida de control y los banquetes que se daba acababan inevitablemente en un ataque de culpa y una excursión al baño.

Bueno, no era una imagen muy edificante, pero Key había sido afortunado. Nunca había tocado una jeringa ni sucumbido a las anfetaminas, un precio que muchas mujeres y hombres pagaban por llevar esa vida de glamour, por tener ese cuerpo irreal que la industria y el público exigían. Ahora, tres años después de todo eso, Key todavía vigilaba lo que comía, pero lo hacía para no perder peso, pues eso podía sumergirlo en otra espiral incontrolada.

La puerta de la cocina se abrió, y Minho entró con el sol de la tarde a la espalda y con Baby a sus pies. Casi tocaba el techo de la cocina con la cabeza y parecía llenar todo el espacio con sus anchos hombros. Se había lavado y se había puesto una camisa tejana limpia que había encontrado en el camarote. Le venía pequeña, por supuesto, y había tenido que cortar las mangas para poder ponérsela. La llevaba sin abrochar sobre el ancho pecho.

Key lo revela todo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora