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Vestido solamente con su camisa a tirantes, Key asomó la cabeza a la puerta del baño y miró alrededor. Dirigió la vista desde la puerta cerrada del camarote hasta el traje azul que se encontraba encima de la cama del camarote. Se había olvidado de llevarse la ropa al baño. Echó un vistazo al ojo de buey y, al no ver ningún par de ojos cafés que le devolvieran la mirada, corrió a un lado de la cama y rápidamente paso las piernas por el short del traje. Parecía que alguien lo hubiera manchado en un puesto de frutas, o con ensalada de ambrosía, ese mejunje que su abuela llevaba a las familias que tenían algún ser querido que acababa de «pasar a mejor vida».

Se abrocho el short y puso la camisa a juego, cuando terminó, sacó de la mochila el cepillo para el pelo. Se lo desenredó con cuidado. Lo tenía áspero a causa de la sal marina. Habría dado cualquier cosa por tomar un baño, un auténtico baño con agua y jabón, pero no se atrevía. No con el «bueno de Minho» a bordo.

Se había lavado los dientes y parte del cuerpo con el agua de la botella. También había lavado los boxers y los había tendido en la barra de la ducha. Pensó que si no levantaba los brazos, nadie se daría cuenta de que no los llevaba. «Nadie» significaba «Minho».

Además de ladrón, ese tipo podía ser también un asesino. Se preguntaba por qué no se sentía aterrorizado por ello. Quizá porque, aparte de magullarle las muñecas, no le había hecho ningún daño. Y pensó que si no lo había matado después de que él lo amenazara con la pistola de bengalas y prendiese fuego al cuadro de mandos, a estas alturas ya no lo haría.

A pesar de todo, le tenia un poco de miedo. Incluso con la cara llena de heridas y el cuerpo destrozado, Minho era más fuerte que él. Se sentía un poco más seguro con el cuchillo de pescado.

Pero, más importante que el miedo que tenía, era la rabia y la impotencia que iba creciendo por dentro. Ahora que lo pensaba, «rabia» era una palabra demasiado suave para definir lo que sentía con respecto a él y a la situación en que él lo había metido. No importaba que, probablemente, él no hubiera tenido la menor intención de mezclarlo en sus problemas. De cualquier forma lo había hecho y ahora él se encontraba allí frente a la posibilidad real de que él y Baby murieran en medio del Atlántico. La conversación que habían mantenido por la mañana había sumado la preocupación de morir por hambre o deshidratación la de parecer a manos de esos señores de la droga que habían apaleado a Minho.

En esos momentos se preguntaba si utilizar el espejo de señales serviría para salvar la vida o para sufrir un destino peor que morir de hambre. Aun así, fuera como fuese, tenía que intentarlo. No cabía duda de que los Thatch habrían denunciado la desaparición del barco, y seguro que alguien se habría dado cuenta de que él también había desaparecido. Debían de estar buscándolo en esos momentos.

Por lo tanto debía arriesgarse y atraer a alguien, ya fuera un señor de la droga o un guardacostas. Haría señales hasta que alguien lo sacara de ese maldito yate.

Key registró el camarote en busca de crema de protección solar y la encontró en el baño. Se embadurnó por todo el cuerpo, y se aplicó una doble capa en el cuello y la cara. Luego buscó unas sandalias, ya que la noche anterior, en algún momento, había perdido las suyas. Sólo encontró un par de zapatillas de lona que no decidió ponerse.

Con la cabeza ladeada, estudió su imagen en el espejo de las puertas del baño. Además de ser horroroso, ese traje debía de pertenecer a Denise Thatch, un hombre doce centímetros más bajo que él y que pesaba trece kilos más.

El short le venia grande a la altura de las caderas, y la camisa le apretaba.

Los botones se le habrían por el pecho y el short apenas si le podía cubrir una parte una de las nalgas incluso con los brazos bajados. Pero lo más inquietante era el manojo de fresas estratégicamente estampadas sobre la entrepierna, como una gran hoja de parra.

Key lo revela todo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora