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Key veía poca cosa más allá de la luz del fuego en la playa. Tenía los ojos doloridos, pero no quería dejar los prismáticos. Hacía por lo menos una hora que Minho se había ido. Debía de encontrarse por allí, en algún lugar, pero él no había logrado verlo. Unas cuantas veces le había parecido vislumbrarlo, pero en realidad lo único que había visto eran olas. Bajó la mirada hacia la playa. Tampoco había podido ver a Baby, aunque sabía dónde se encontraba.

Una música de mariachis llegaba hasta Key con tanta claridad como si una banda de ellos se encontrara tocando en la playa. No era un gran amante de ese tipo de música, y tuvo claro que, a partir de ese momento, la odiaría. Tenía el pelo sucio y picaduras de mosquitos en los brazos, y su único consuelo era que nadie le disparaba en esos momentos. Y que nadie le disparaba a Minho, tampoco. Todavía no, por lo menos.

Al final, se le cansaron los brazos y bajó los prismáticos. Se había envuelto las piernas con el chal, pero los mosquitos de la isla eran fastidiosos y le habían picado a través de la tela. Estaba cansado y dolorido, y tenía tanta hambre que habría vendido su alma por un plato de macarrones con queso y una barrita de chocolate. En lugar de eso, mató a un mosquito que se estaba dando un banquete en su cuello. Si Minho no regresaba pronto, Key acabaría perdiendo tanta sangre que no podría ni andar.

El mero hecho de pensar en él le provocaba una sonrisa. No era lógico. No tenía ningún sentido. Pero claro, el síndrome de Estocolmo no tenía sentido. En todo ese torbellino, Minho había sido lo único constante. Lo único estable. Real.

Como si el mero hecho de pensar en él fuera una invocación, Minho apareció de repente a su lado. Llevaba a Baby debajo del brazo, y Key nunca había visto nada tan maravilloso. Deseaba estampar un enorme beso en los labios de Minho y, después, besarle todo el cuerpo. El perro gimió con emoción cuando Key se puso de pie, pero no pudo ladrar porque la mano de Minho le tapaba el hocico.

–Necesito la cinta adhesiva –le dijo Minho en voz apenas audible–. Está en la bolsa de lona.

Cuando Key la encontró, Minho le pidió que cortara un trozo, con el que le envolvió el morro al pobre perro.

Aunque sabía que era necesario, Key sintió lástima por él.

–¿Puede respirar?

–Sí, señor –contestó Minho, con voz de hombre ocupado en su trabajo, mientras le daba el perro–. Sólo que no puede ladrar.

Aunque Baby Doll intentaba quitarse la cinta adhesiva con la pata delantera, su cuerpo tembloroso expresaba su alegría.

–No sabes lo cerca que has estado de convertirte en ciudadano mexicano –le dijo Key mientras lo apretaba contra su pecho.

–Colombiano –lo corrigió Minho.

Se arrodilló delante del saco de lona y Key se dio cuenta de que llevaba un rifle a la espalda. Del bolsillo trasero le sobresalía una gorra de béisbol gris. Y, aunque no estaba seguro, le pareció que el cañón del rifle estaba recubierto con algún tipo de goma.

–¿Vas a matar a esos tipos? –le preguntó Key.

–¿Tienes alguna objeción?

Minho sacó de la bolsa los dos trozos de espuma de poliestireno y se puso de pie.

¿Tenía alguna objeción? No, si no quedaba otra solución.

–No –contestó.

Key sujetó a Baby mientras Minho volvía a colocarle las alas acuáticas.

–¿Has matado alguna vez a alguien?

En lugar de contestar, Minho le preguntó:

–¿Crees que podrás nadar sin hiperventilar y sin hacer ruido?

Key lo revela todo.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora