Prólogo

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Mis manos y rodillas ya estaban acostumbradas a esta posición. Mis cuatro extremidades en el piso, como un perro dando clemencia a su amo. Él me observaba mientras buscaba los ''utensilios'' que usaríamos en esta ocasión, le encantaba hacerme esperar en esta posición ya que podía observar lo que más le gustaba de mi cuerpo, mi trasero. Puso frente a mí un antifaz, la bola para amordazarme, la fusta más delgada, un paño y agua con hielo.

Cuando entraba a su habitación me convertía en una sumisa, la que debía ser obediente y no decir palabra alguna a menos que él lo autorizara o exigiera una respuesta. Aunque ya habían pasado algunos meses desde que practicábamos esto, todavía me ponía nerviosa cuando veía todo lo que utilizaría en mí. Miré el piso para disimular mis sentimientos mientras él se arrodillaba frente a mí para ponerme el antifaz (adiós sentido de la vista), luego colocó la bola en mi boca y amarró la cinta en mi nuca (adiós capacidad de hablar). Acarició mis brazos con las yemas de sus dedos, podía sentir su respiración en mis labios, mi entrepierna se estremecía al sentir miedo y a la vez placer. Dejé de sentir su presencia, eso me ponía ansiosa y nerviosa, sentimientos tan opuestos que podían apretar mi estómago y secar mi boca.

La fusta dio con fuerza en mi trasero, un grito escapó de mi garganta, pero disminuyó su sonido gracias a la bola. Una vez más, golpeó con fuerza, ahora un poco más abajo, casi llegando a mi parte intima. Tomó mi cabello en una cola y lo jaló con fuerza, golpeó mi nalga derecha y presionó su erección contra mi trasero, la sensación de placer me hizo estremecer.

─Te has portado bien, Katy. Eres una buena chica. ─sus labios rozaron mi espalda como dando pequeños besos. ─Sólo dos más y terminamos.

La fusta golpeó con más fuerza en mi nalga izquierda, el grito desgarró mi garganta y mis ojos se llenaron de lágrimas. Daniel entreabrió un poco más mis piernas y pasó sus manos desde mi clítoris hasta mi cola, gemí de placer mientras él susurraba en mi oído lo lubricada que estaba. Me dio el último golpe, mi espalda se encorvó de dolor y placer. Dejé de sentir la presencia de mi amo, luego escuché como caía el agua y entonces lo imaginé remojando el paño y escurriendo el exceso de líquido helado; lo puso en cada lugar que había golpeado para aliviar mi dolor.

Quitó el antifaz y la bola de mi boca, su sonrisa fue lo primero que logré ver. Me tomó con fuerza de ambos brazos, seguro me dejaría hematomas, pero ya estaba acostumbrada. Puso mi cuerpo sobre la cama en la misma posición y me folló duro. Gemí de placer, disfrutando como su pelvis chocaba con mis muslos.

En ocasiones, guardaba silencio para escuchar sus graves y bajos quejidos, pero otras veces no podía contenerme y gritaba tan fuerte que de seguro todos los vecinos nos escuchaban. El primer orgasmo fue muy leve, pero cuando me puso sobre él tuve un segundo orgasmo potente, delicioso. Olvidé todo en ese momento, todos mis problemas, mi angustia, mi sufrimiento. Daniel me hacía olvidar hasta lo grave que era mi enfermedad y su rápida progresión, con él me sentía sana y libre. Era la mejor medicina.

DesobedienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora