Epílogo

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Siete con treinta...

La alarma me despertó como de costumbre, aquel sonido ya era parte de mi rutina, al igual que sentarme en la orilla de la cama y mover mi cabeza de un lado a otro para relajar los músculos del cuello.

Como cada mañana, me vestí con ropa deportiva y me encerré en la habitación que había destinado para eliminar todas mis tensiones. Envolví mis puños con una venda blanca, la apreté lo suficiente como para proteger mis nudillos y no exponer mis manos a alguna lesión por los reiterados golpes. Rocé el frío cuero que envolvía el saco de box, él me permitía liberar toda la ira acumulada a lo largo de veinticuatro horas; en las cuales escuchaba a pacientes con problemas mentales que ponían en duda la realidad, veía la sonrisa de una secretaría que todavía tiene esperanzas de conquistarme y los recuerdos que me torturan cada noche antes de dormir. Golpeé el saco con fuerza, produciendo un sonido que en cosa de segundos se volvió sólo un eco, repetí el acto hasta que toda esa furia se evaporó transformándose en sudor. Me quité la camiseta y seguí golpeando, esta vez por lo encabronado que me tenía la respuesta de Natalie Bórquez; aquella chica que había envuelto mi cuerpo en llamas ardientes.

Una mujer sumisa tiene un patrón: es fácil de manipular, le gusta ser dominada por otro (en este caso, por un amo), espera la aprobación de los demás para tomar decisiones y jamás se cuestiona nada, por lo tanto, deja que elijan por ella. Siempre que buscaba a una sumisa, tenía en mente todas esas cualidades, sobre todo cuando una mujer llamaba mi atención. Pero con Natalie, todo había sido diferente. Me causó curiosidad desde el primer momento en que la vi, pese a que sus mejillas estuvieran cubiertas de lágrimas y su corazón se encontraba roto por la pérdida de su hermana. Debo admitir que el parecido con Katherine me tomó por sorpresa, no me esperaba que tuvieran tal similitud, y quizás eso también me había cautivado. Aun así, no debí permitir que mi avidez incrementara al percatarme que Natalie no poseía ninguna de las características requeridas. Pero ya era demasiado tarde, mi deseo se transformó en una obsesión y no podía dejarla ir, pensaba en ella día y noche, se había vuelto un infierno.

Cuando se negó a ser mi sumisa una tormenta de emociones me torturaron. Intenté consolarme con el hecho de que la chica había pasado por un mal momento y que debía aceptarlo, pero luego de unos días eso ya no me mantenía tranquilo. La deseo, quiero poseerla, someterla, hacerla mía; lo necesito. Aún no lograba comprender porque su desobediencia me mantenía obsesionado. Por lo general, a las mujeres que atraigo, son de patrón sumiso, como si supieran que mi carácter es dominante. Ellas quieren ser sometidas y, por ello, jamás se niegan a ser mis sumisas. Pero luego apareció Natalie, y todo se fue a la mierda.

Mi respiración estaba acelerada y se entrecortaba al no lograr capturar el oxígeno suficiente. El saco de box estaba en un vaivén que no se detuvo hasta que lo rodeé con ambos brazos. Recuperé el aliento y bajé lentamente al primer piso para buscar agua fría.

Tomé una ducha que me permitió refrescar mi cuerpo, cada músculo, cada hueso. Pero, por muy fría que el agua estuviera, no podía apagar las llamas que me consumían por dentro, no hasta que Natalie fuera mía.

Los guardias del edificio me saludaron con la misma seriedad de siempre y levantaron la viga para que pudiera ingresar con mi vehículo.

Como todos los días, llegué cinco minutos antes que mi primer paciente. Saludé a Johana con una sonrisa y alzando la mano, ella asintió y dio una risita nerviosa; dos años trabajando juntos y todavía tiene la ilusión de una cita conmigo. La chica era guapa, no podía negarlo, y tenía un patrón sumiso, pero lamentablemente era mi secretaria y hacia un excelente trabajo, no quería despedirla por habérmela cogido una noche.

─ ¿Desea un café, doctor Ferrer? ─dijo mientras caminaba detrás de mí.

─No, gracias. ─respondí en seco. ─Cuando llegue mi cita de las nueve, hazla pasar. ─cerré la puerta a mi espalda y me acomodé en mi escritorio.

Busqué los antecedentes del paciente, leí la ficha clínica que yo mismo había escrito, para recordar algunos detalles que eran fáciles de olvidar: Medicamentos, dosis, últimos síntomas y recomendaciones entregadas en la sesión pasada. Así era con todos los usuarios, uno por uno los atendía de manera personalizada, haciendo memoria de sus problemas e intentando no confundirlos entre ellos. Algunos lloraban desconsoladamente, mientras que otros golpeaban los cojines del sofá para liberar la presión que sentían. Cada uno tenía una enfermedad mental que interrumpía sus actividades del diario vivir y los hacía sentirse inútiles, irreales o, explícitamente, locos. Era difícil escucharlos sin compararte con ellos. Al principio, cuando me especialicé en psiquiatría y abrí mi propia consulta, me cuestionaba mi cordura al relacionar algunos de sus síntomas con mis actitudes del diario vivir. Luego de un tiempo, aprendí que todos podíamos tener algún grado de locura y que no llegaría a nada más grave si no presentabas el resto de los síntomas. Pero, pese a todos los pacientes que había atendido, con una gran variedad de enfermedades, aún no encontraba a alguien con mi misma condición. A otro amo...

El día se pasaba rápido debido a la rutina. Algunas personas pensaban que tener las mismas actividades, todos los días, era aburrido. Pero para mí, era la forma de apagar las imágenes y voces que me torturaban cuando todo estaba en silencio y la soledad me acompañaba.

Mi última sesión del día correspondía a un paciente nuevo. Odiaba tener que rellenar la ficha y establecer una relación de confianza para que comiencen a relatar sus experiencias, prefería a los pacientes antiguos que ya conocía.

Le pedí a Johana que hiciera pasar a la usuaria mientras yo leía los síntomas que mi secretaria había anotado según lo verbalizado por la chica: Stephanie Labbé, veintisiete años con antecedentes de depresión juvenil; a los dieciséis años sufrió una crisis y desde entonces consume antidepresivo. Últimamente siente que su vida no vale nada y tiene ideaciones suicidas, presenta cortes superficiales en sus brazos y asiste sola a la consulta.

La puerta se abrió y una mujer de cabello negro, labios rojos y curvas acentuadas ingreso a mi consulta.

─ ¿Stephanie? ─pregunté como de costumbre.

─Si. ─dijo tímida.

─Toma asiento. ─señalé el sofá que se encontraba en frente.

Tomé la ficha, un lápiz y la fuente de caramelos que ofrecía como cortesía. Me senté frente a ella y esperé a que posara sus ojos en mí para comenzar la sesión, pero entonces lo vi; esa mirada, esa respiración, ese jugueteo con sus manos... Ella era una sumisa.




DesobedienteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora