Prefacio

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Mi nombre es Mara.

No sé dónde estoy ni cómo he llegado aquí; deben haberme dado un buen golpe para poder traerme inconsciente. Aún puedo ver esas chispas blancas típicas del mareo bailando ante mis ojos, emborronándome la visión.

Unas luces tenues me permiten adivinar lo que tengo alrededor: cuatro paredes grises, una pequeña cama hecha de hormigón y un retrete. No hay puertas, ni ventanas, ni ninguna abertura que me dé una pista de por dónde he sido metida en este sitio.  

Lo último que recuerdo es ir junto a mi madre saltando por encima de los escombros, y meternos en una tubería de metro y medio de diámetro donde una puerta escondida gracias a un campo de fuerza nos esperaba. Éramos conscientes del peligro, ¿cómo no íbamos a serlo? Nada ahí fuera era ya seguro. Siempre que salíamos lo hacíamos con cautela y con los cinco sentidos en alerta. Y aún así, no se nos pasó por la cabeza que un soldado nos estuviese espiando, porque ellos nunca espiaban. Nunca lo hacían. Nos siguió hasta nuestro escondite y cuando vio que ya no estábamos no fue muy complicado averiguar qué era lo que había sucedido.

Noté cómo su mano chocaba contra el campo de fuerza una primera vez. Supe que lo había intentado por el chispazo provocado al tocar la puerta cerrada. La segunda vez fue la última. Me agarró del extremo del pantalón y tiró de mí hasta separarme de mi madre a la fuerza. Recuerdo haber chillado como nunca antes lo había hecho. Se apoderó de mí el miedo visceral a lo desconocido, a la muerte. No quiero morir, creo que chillé. Joder, estaba tan muerta de miedo que hasta me meé encima, y después de eso no recuerdo nada más.

Llegaron a nuestro planeta hace apenas un par de años, o al menos eso es lo que quisieron hacernos creer nuestros superiores. La verdad, era complicado creerse la historia que nos contaron sobre una invasión extraterrestre, a fin de cuentas aquellos tipos eran exactamente como nosotros: misma envergadura, mismo número de extremidades. Sonaba demasiado a película de ciencia ficción como para que fuese real. Los extraterrestres nunca parecían humanos, y estos eran escalofriantemente parecidos a nosotros. Así que al principio la mayoría pensamos que se trataba de una nueva guerra mundial.

Bombardearon absolutamente todo, pero se centraron en las grandes ciudades, donde habitaba la mayor parte de la población. Hicieron uso de tecnología que yo creía que no se había inventado aún, y aunque se abstuvieron a emplear armas nucleares, contaminaron varios ríos para que no pudiésemos beber y llenaron los conductos de aire de gases tóxicos para que muriésemos en caso de habernos refugiado bajo tierra.

Y a pesar de todo, algunos sobrevivimos al ataque. Los pocos humanos que quedamos actualmente vivimos en otra dimensión, y sólo unos cuantos volvemos a pisar el antiguo mundo para buscar cosas que nos puedan ser útiles en lo que ahora es nuestro hogar. Todos los días sufrimos bajas en campo abierto, pero al menos nuestro refugio es seguro. Nunca han conseguido traspasar sus puertas, aunque posiblemente hayan conseguido hacerlo y hayan matado a todos después de mi cagada.

No hay nada en el exterior que me recuerde al mundo en el que vivía hace dos años. No quedan edificios en pie, ni casas, ni parques, nada. Lo cierto es que después de la casi extinción de nuestra civilización, la naturaleza ha vuelto a tomar parte de su territorio perdido, inundando cada recoveco accesible con sus raíces. Eso es prácticamente todo lo vivo que queda en el exterior, además de los miles de soldados que vigilan de manera continua la superficie y algún que otro animal que se las ha arreglado para no morir envenenado.

Nos alimentamos de productos sintéticos, insípidos y con poca capacidad para saciar el apetito, pero es a lo único que podemos recurrir. La comida real es prácticamente imposible de conseguir, y para ello, claro está, hay que salir al exterior y arriesgar la vida. En varias expediciones que hice durante este otoño conseguí recolectar moras de las zarzas que decoran casi todos los muros que quedan en pie, pero a mi madre no le hizo ni pizca de gracia que me las comiese. A mí me supieron a gloria. Posiblemente la comida sintética hubiese sido el producto estrella del futuro, porque la demanda de alimentos era mucho mayor a la producción mundial y nos estábamos quedando sin campo para cultivar, así que tarde o temprano se habría desencadenado una guerra por su posesión. Qué más da, todo eso poco importa ya.

Mara (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora