Capítulo 25.

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Mara

—Mi nombre es... —Cierro los ojos y trato de hacer memoria mientras repito la misma frase en voz alta una y otra vez—. Mi nombre, mi nombre es... ¡Joder! —termino chillando a la nada a la par que presiono mi cabeza con ambas manos, intentando zafarme del dolor que desde hace rato se ha instalado en su interior.

Mierda, no me puede estar sucediendo esto. No me acuerdo de absolutamente nada, ni siquiera de mi propio nombre. No entiendo por qué me encuentro desnuda, llena de mugre y con un olor a vómito agrio pegado a mi piel que me provoca arcadas cada vez que lo respiro. No entiendo por qué tengo una sien rapada, ni qué hago encerrada en una habitación sin puerta que me recuerda claramente a una celda. ¿He hecho algo malo y me han encarcelado? No lo sé joder, ¡no me acuerdo de nada! Mi cabeza alberga recuerdos, situaciones y hechos, pero no soy capaz de llegar a ellos. Sé que están ahí porque noto cómo tratan de traspasar la espesa niebla que en estos momentos aturulla mi memoria, pero cuando parece que voy a conseguir atraparlos se esfuman y se mezclan con el resto de nubes, dejando tras de sí un dolor tan agudo que me deja atontada. ¿Cuánto tiempo llevo así? ¿Y si he permanecido en este estado durante toda mi vida? ¿Me levantaré todos los días frustrada, sin saber quién soy y acabaré acordándome de algo antes de volver a dormirme? El solo hecho de pensarlo me estremece y me hace entrar en pánico.

Me mantengo tumbada, con la espalda pegada a una de las esquinas; las rodillas dobladas sobre mi torso y mis codos pegados a ellas. Todo lo que quiero es mantener a raya la humedad que amenaza con ablandarme los huesos.

—Mi... nombre es... —vuelvo a repetir haciendo caso omiso al punzante dolor, pero antes de que intente terminar la frase el nudo que lleva horas urdiéndose en mi garganta consigue ahogar mi voz, el único sonido que junto a mi penosa respiración me hacen sentir que aún sigo en el plano de lo real.

A la garra invisible del miedo apenas le hacen falta unos segundos para trepar por mis entrañas y llegar a la altura de mi pecho, donde insiste en atenazarme y tirar de mí para así arrastrarme con ella hacia la locura. La luz que perciben mis ojos comienza a titilar y a perder intensidad hasta desaparecer por completo, dejándonos a mí y a mi tormento solos en medio de la oscuridad. No sé si es producto de mi imaginación o si realmente se ha apagado, pero no veo nada y eso es más que suficiente para terminar con la poca lucidez que luchaba por permanecer junto a mí.

Grito en silencio porque es lo único que puedo hacer. Grito en un deseo de ser escuchada por alguien o algo que al menos me haga recordar quién soy, pero todo lo que me encuentro es un mutismo que parece hacerse más y más grande cuanto mayor es mi intento por salir del vacío abismal en el que estoy cayendo, donde no puedo aferrarme a nada porque no hay ni un miserable saliente donde poder hacerlo.

Estoy sola y ni siquiera puedo confiar en mí misma, porque no sé quién soy.

No sé quién soy.

Esta última afirmación retumba y sacude mi ser como si una bulliciosa campana se hubiese instalado dentro de mí, espantando y alejando a todos los pájaros del cobijo de los árboles. En apenas unos segundos el miedo se transforma en impotencia, la impotencia en desesperación y la desesperación en un sentimiento de ira que me ordena ponerme de rodillas sobre el duro suelo mientras me chilla que estrelle mis nudillos contra lo primero que pille. Mis puños golpean una y otra vez el hormigón de las paredes, pero él se ríe en mi puta cara y me contesta con un gesto de burla, prepotente y grotesco.

Me envaro cuando escucho una risa parecida a la cuerda de un violín a punto de romperse entre vibraciones. ¿Quién es? ¿Hay alguien en la habitación conmigo y no lo había visto hasta ese momento? ¿Habrá entrado cuando se ha apagado la luz?

Mara (I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora