Nathan Drake ha sido contratado por un hombre peligroso para sabotear a Lara Croft.
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#1 Tomb Raid...
Los jardines cuidados, verdes y pomposos de la mansión Croft reflejaban el progreso que Lara había logrado con los años, como si el orden de los arbustos pudiera redimir la mancha que su apellido arrastraba en la alta sociedad. Caminaba junto a Reyes, cruzando el sendero de piedra en dirección a la camioneta estacionada al pie de las escaleras. El cielo, teñido de un amarillo pálido, parecía anunciar algo inevitable. La atmósfera se sentía densa, cálida, cargada de emociones guardadas.
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—Reyes, no hay día que no deje de lamentarme por la muerte de Roth —dijo Lara, con voz firme, casi impasible—. No dejo de imaginarme maneras de hacer que viviera y hasta que llegó al punto de resignarme en que ya no puedo hacer nada.
El rostro de Lara era sereno, pero en su mirada irradiaba la dureza de quien aprendió a sufrir en silencio. Antes, esas palabras la hubieran quebrado únicamente por cruzar su mente. Ahora, expresarlas reforzaban el muro que había construido a su alrededor.
—Para. Por tu bien, deberías dejar de meterte en eso —le respondió Reyes, cruzándose de brazos—. Escucha, no solo se trata de Roth. ¿Qué hay de Alex? ¿Y de Grimm? ¿En verdad quieres que continúe?
Lara no dijo nada. Bajó la vista y observó sus botas como si pudiera encontrar respuestas en el cuero desgastado. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que bajaba la cabeza frente a alguien.
—Stephanie... —murmuró al fin. A pesar de intentarlo, le resultó imposible sostenerle la mirada a Reyes—. Sam...
Un nudo le cerró la garganta. Las palabras se atoraban, ásperas, como si el simple acto de nombrarlas evocara un peso que aún no podía soltar. Los primeros habían muerto en Yamatai, hacía ya dos años. Sam... Sam simplemente se había ido. La amistad que un día fue inquebrantable, hoy era solo un recuerdo más que dolía.
—Sé que es culpa mía, Reyes. Ya sé que todo el que está cerca de mí muere.
—Lara... en verdad siento lo que dije. Estaba enojada...
—Eso no importa, porque es verdad —la interrumpió. Su tono era seco, sin dramatismo, como quien ya ha aceptado una condena—. Por eso decidí que haré esto sola.
Se llevó una mano al pecho y acarició el colgante de jade que pendía de su cuello. Reyes la miró de reojo, con una mezcla de resignación y preocupación, mientras se reacomodaba junto a la camioneta.
—No lo digo por ellos, Lara. Lo digo por ti, las personas morimos con tanta facilidad. Estás viva, y lo estás arriesgando todo. Un día de estos no vas a poder patearle el culo a alguno de esos hombres que te echas al cuello. No tienes que mantener vivo el legado de Roth, ni el de tu papá para mantenerlos vivo porque ya no están.
—No tiene sentido quedarme otra vez aquí. Escúchame... Sostuve la Fuente Divina con mis propias manos... y...
—Y Jonah casi muere, ¿no? —La voz de Reyes fue un disparo seco.
Lara apretó los labios. No podía explicarle lo que había visto. No con palabras. Reyes, con su carácter fuerte y su juicio constante, parecía más interesada en contradecirla que en entenderla. Pero Lara no podía odiarla por ello. A fin de cuentas, sabía que no lo hacía con mala intención.
—Todo esto te está dejando sola, Lara. Eso no es bueno para nadie.
—Estoy dispuesta —dijo sin dudar, con la mirada firme. Reyes la observó en silencio. Ya no quedaban ruegos ni advertencias. —Lo que quiero decirte es que logré mantenerla a salvo —añadió Lara, más para sí que para su interlocutora.
—¿Y si mueres por proteger un conjunto de baratijas sin importancia? —la retó Reyes, con una ceja levantada—. Debes trabajar con tu delirio de grandeza, Lara. No puedes ser heroína todos los días.
—No son solo baratijas —replicó con vehemencia—. No lo entiendes. He visto cosas... más de lo que vi en Yamatai. Soy testigo del poder que pueden tener estos objetos, y de las consecuencias que traen si caen en las manos equivocadas. Si alguien encuentra el Ojo de Oro o su Grieta, no sabemos a qué peligros podríamos enfrentarnos. Por eso debo buscarlos.
Sus dedos se cerraron alrededor del jade, cálido por el contacto con su piel. Recordó lo feliz que fue el día que lo encontró, la sonrisa que su padre esbozó cuando se lo mostró. Fue su primer descubrimiento arqueológico, y también su primer paso hacia el abismo.
Reyes colocó una mano firme sobre su hombro. No sonrió. No suavizó el gesto. Pero sus palabras fueron sinceras.
—Sé que no voy a convencerte, así que cuídate mucho.
Dicho esto, subió a la camioneta. Sin mirar atrás, cruzó la reja abierta y se marchó.
Lara regresó a la mansión, ahora en silencio. Se adentró hasta la biblioteca y se sentó en el suelo de la oficina que una vez perteneció a su padre. Entre cajones y estantes, comenzó a buscar referencias al Ojo de Oro. Las bitácoras saqueadas durante aquel asalto contra la mansión Croft lo mencionaban repetidamente. Desde entonces, sintió que debía encontrarlo, protegerlo. Pero no tenía idea de por dónde empezar.
Lo único que tenía eran escritos antiguos, desgastados, que hablaban de una leyenda maya. Según los textos, el Ojo de Oro y su Grieta cayeron del mundo de los dioses, trayendo consigo un poder descomunal: una prueba de la divinidad. Quien lo poseyera podía controlar fenómenos naturales, desatar enfermedades atroces o exterminar ejércitos enteros. Pero lo más temible era su misterio. El verdadero alcance de su poder era desconocido. Era un arma, y si se unían sus dos partes, sería tan violenta que merecería una guerra entre hombres y deidades.
La soledad, antes impuesta, comenzaba a resultar acogedora. Necesaria. Hacía meses que nadie, salvo Winston, había cruzado el umbral de la mansión. La visita de Reyes, aunque breve, había sido un soplo de aire fresco... aunque envuelto en tensión.
Ahora, sola en la penumbra de la biblioteca, Lara sentía el peso del silencio más liviano que el de sus recuerdos. Frustrada pero decidida, sabía que debía encontrar el paradero del objeto. La búsqueda apenas comenzaba.