24. Un paso mas.

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Arrastro los pies con más pereza de la que quisiese, pocas veces gozaba mis días libres porque eran escasos

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Arrastro los pies con más pereza de la que quisiese, pocas veces gozaba mis días libres porque eran escasos. Si mi madre se encontraba en casa me hacía levantar temprano para repasar las lecciones de francés o veía a que nuevo curso anotarme.

Pero este sábado sabía distinto, aún cuando escuchaba sus pisadas a través del pasillo tras mi puerta no había gritos de por medio para que hiciese algo productivo.

No es que quisiese dormir hasta tarde, rara vez conseguía siquiera lograr algo decente con ese verbo, pero estar en cama con Joker hasta las tantas de la mañana envueltos en las mullidas cobijas me resultaba placentero. Y lo disfruté hasta que el cerebro nos recordó que requeríamos algo de comida, aunque fuese una sopa instantánea.

Con sigilo giro el pomo y bisbisee para que el perro dominara su trote escalera abajo por si acaso, la casa estaba vacía o al menos eso parecía. Ni un alma retozaba en la sala de estar o la cocina, que fue a donde nos escabullimos por un pan repleto de crema de avellana y un par de galletas para Joker.

De regreso a mi alcoba captó un par de risas que me compungen cuando identifico a la dueña de ese sonido tan infrecuente pero que añoraba desde cría.

Mi madre y primo retozaban en el porche con taza en mano, Jack da un sorbo a su bebida caliente mientras mi madre parece contarle algo que le eleva las comisuras durante toda la charla.

Hace años no la veía así, tan en paz.

Un peso se instala en la boca del estómago sintiendo un no sé qué que me revuelve las entrañas al hacerme ver lo insuficiente que resultó para mi propia madre, arrugó la nariz conteniendo las lágrimas que me empañan la visión sin querer.

Sentía envidia del imbécil drogatas de mi primo.

Conmigo no era de esa forma tan grata y afectuosa, ni siquiera parezco agradarle tanto como el sobrino que le sigue en la algarabía bajo el rayo del sol y el fresco clima gracias a la vegetación que rodea la casa.

Retrocedo de puntillas sin interrumpir ese momento que no me pertenece, el perro me sigue en silencio hasta que cierro la puerta enclaustrandonos de nueva cuenta en el único sitio que me reconforta: mi cama.

Cojo el ordenador antes de tumbarme a rebuscar algo en Netflix para poner de fondo intentando olvidar lo que acababa de presenciar.

Permanezco quieta, con Joker en su lado del colchón viendo la televisión en tanto yo me sumo por completo en viejos recuerdos repletos de magia. O al menos así quiero atesorar las fugaces imágenes de mis padres ayudándome con labores del jardín de niños, aplaudiendo y vitoreando mis competencias o presentaciones, las caricias de mi madre cada que hacía entrega de un dibujo hecho exclusivamente por mi o mi padre mostrándome cómo andar en patineta.

Mi infancia no estuvo mal, todo inició cuando cumplí siete y empeoró conforme pasaron los años.

La ensoñación culmina con el sonido de notificación proyectada en la MacBook. Mi corazón se olvida de bombear y los pulmones de cómo se respira en cuando mis retinas se empapan con el nombre del remitente.

Lo más profundo del marDonde viven las historias. Descúbrelo ahora