Capítulo 9: Paseo nocturno (McBride)

401 45 12
                                    

No puedo dormir. No sé si es por el hecho de que hoy podría haber muerto o por el hecho de que puedo morir mañana. Además, casi se puede palpar la tensión entre nosotros y los científicos aún ahora, en mitad de la noche; y eso que esta mañana no conocía a nadie de los que están aquí. Otra posible causa de mi insomnio puede ser que me haya pasado casi todo el viaje hasta aquí dormido.

La soledad es como un manto oscuro que poco a poco se apodera de mí. Primero me sacan de mi casa, antes siquiera de tener edad para decidir por mí mismo; dos años después, cuando por fín había conseguido hacerme a mi nueva vida militar, me trasladan a la Última Base y me separan de los pocos amigos que tenía.

Y aquí estoy ahora: en el confín del mundo habitable, en una misión que sólo Dios sabe si servirá de algo.

Decía la verdad cuando dije que no decidí venir por hacerme el héroe ni para impresionar. Sabía que, si no salía de allí pronto, le acabaría dando una paliza a alguien. O alguien me la daría a mí.

Y también hay otro motivo para que haya decidido venir, pero dudo que nadie llegara siquiera a entenderlo.

Total, a estas alturas, a nadie le iba a importar que yo muriera. Ni siquiera a mis padres, a los que hace años que no veo. Por lo que a mí respecta, ambos están muertos.

Miro por enésima vez en media hora el reloj que cuelga en la pared, por encima de la puerta. Ya ha dejado de dar la hora exacta, pues ha habido una ralentización de la rotación del planeta o alguna mierda por el estilo. Por lo que he oído, los días se han alargado más o menos un minuto o dos, pero eso parece ser suficiente para que todo el mundo hable de ello y, claro está, para que los relojes no sirvan casi para nada. Por suerte o por desgracia, aún puedo usarlo para saber cuánto tiempo llevo aquí.

Y llevo demasiado.

Decido levantarme y salir de la habitación, a explorar un poco la ciudad. No me servirá de mucho, pero para lo que estaba haciendo ahí dentro...

El pasillo está muy oscuro, y apenas entra una tenue luz por entre los resquicios de las habitaciones vacías. También hay un silencio que lo envuelve todo, sólo interrumpido por los crujidos de las camas al otro lado de las puertas de mis compañeros.

Camino lo más despacio que puedo hacia la salida, orientándome a base de apoyar la mano en la pared. Llego a la puerta de metal y la abro. Al soltar la manilla de la puerta, ésta resuena con un crujido metálico, desgarrando el silencio.

Maldigo en voz baja mientras me aseguro de que nadie lo ha oído y ha decidido venir a ver qué pasa.

Pero nadie viene, así que cierro la puerta con cuidado y salgo al exterior, con la única luz de las estrellas para iluminarme el camino.

Paseo por los callejones, recordando siempre el camino que me ha llevado hasta donde estoy. Llevo unas dos horas caminando cuando llego a una gran plaza circular, cubierta por trozos de tela que lo sumen todo en una profunda penumbra. El único agujero en esta carpa se encuentra justo en el centro, donde un gran arce de tronco grueso y finas ramas crece desde una especie de altar hasta por encima de la carpa. La madera es de un gris muy claro, sin ninguna hoja para darle color a la imagen. No me debería extrañar que hasta el más impresionante de los árboles acabe muerto en estas circunstancias.

Para volver decido ir por el otro lado de la avenida por la que entramos en la ciudad. Caminaré hasta el coche, y desde allí sabré orientarme.

Sin embargo, según me acerco al vehículo que nos trajo hasta aquí, y debe llevarnos de vuelta, la luz de sus focos se enciende. Me cuesta unos segundos reconocerla, debido al desconcierto; pero el suave murmuro de su motor eléctrico me resuelve la duda. Aprieto la marcha, con curiosidad por saber el motivo de tal suceso.

La Edad de Arena 1.- La CapaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora