Capítulo 34: Oculta a simple vista (Luke)

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En el camino al observatorio, reparo en que no le hemos preguntado nada a Andy con respecto a la sala de cámaras. Anoto mentalmente hacerlo cuando volvamos a la base. No creo que pase nada de hoy a mañana.

Cabalgamos por la ladera de la montaña, aún horas después de salir de Llano Blanco. Según subimos en altitud, hay más vegetación, y hay una ligera humedad en el ambiente que echaba muchísimo de menos en la Frontera.

Georgiev, un par de metros por delante de nosotros, nos anima a Helena y a mí a apretar el paso para llegar a una hora razonable para comer.

—¡Pero si no me hace caso!—replico en más de una ocasión, señalando al caballo (que, por cierto, se llama Sardinilla). El anciano se limita a bufar y seguir adelante.

—A este paso, la Llama llegará antes que nosotros. Daos prisa.— Me parece irónico que justo él, el que más trabajo está haciendo por restaurar la Capa, haga chiste sobre ello. Supongo que el humor lo endulza todo, por amargo que sea.

Según lo que nos ha contado Georgiev, el observatorio al que nos dirigimos no es muy grande, y está bien oculto en el bosque, por lo que allí es prácticamente imposible que alguien nos interrumpa. Así descrito, suena como el lugar perfecto para escapar... o esconderse.

Aparto esa idea de mi cabeza y me las apaño para acelerar y alcanzar a Helena y Georgiev.

—¿Hay alguien allí, en el observatorio?—pregunto, forcejeando con el caballo, que parece empeñado en alejarse de Georgiev. No le culpo.

—Nadie, la última vez que vine.

—¿Cuándo fue eso?—pregunta Helena. Georgiev lo piensa un momento y contesta:

—Hace año y medio, más o menos.

Le miramos con el ceño fruncido, escépticos. Tras unos segundos en los que avanzamos en silencio, pregunto:

—¿Cómo sabes que los instrumentos siguen funcionando?

Georgiev vuelve a bufar.

—Por favor, qué pregunta. Nunca se han estropeado, ni lo van a hacer.

—¿Cómo lo sabes?

—Fácil, los diseñé yo.—Parpadeo aturdido ante tal explosión de ego.

El científico da el tema por zanjado y se adelanta de nuevo unos cuantos metros. No insistimos más.

Seguimos adelante, sin prisa pero sin pausa. El camino deja de ser cuesta arriba cuando llegamos al lateral de un cráter más o menos del tamaño de Llano Blanco, incluyendo las pistas de aterrizaje y atletismo. Debió de ser creado hace mucho, porque apenas se puede percibir el camino a seguir entre tanta vegetación. Más adelante, si fuerzas un poco la vista, se puede ver una estructura grisácea. Nuestro destino.

Helena y yo aprovechamos nuestra altitud para admirar las vistas. Son impresionantes, sin duda, pero... No sé, siento algo extraño en el paisaje, aunque no sabría decir qué. A nuestros pies, el bosque se extiende en todas direcciones prácticamente hasta donde alcanza la vista. A lo lejos, del tamaño de una hormiga, se puede ver la base. Más o menos a la misma distancia pero más a la izquierda veo un lago. Podríamos aprovecharlo e ir algún día.

Como a partir de este punto solo podemos avanzar en fila de a uno, le hago un ademán a Helena:

—Las damas primero—digo, con voz galante.

Helena sonríe y contesta, exagerando también la formalidad:

—Gracias, buen señor.

Avanzamos por el camino, siguiendo a duras penas el caballo de Georgiev. A esta distancia, Sardinilla por fin me empieza a hacer caso. De hecho, hay momentos en los que el sendero se desdibuja, y es él el que encuentra el camino.

La Edad de Arena 1.- La CapaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora