Capítulo 5

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No pude evitar hacerle una mueca a la chica del otro lado del espejo. Detrás de mí estaba mi clóset entero, apilado en una montaña sobre mi cama. Me quité la blusa blanca sin mangas que traía puesta y mis manos se posaron sobre mi cadera. "Al menos las clases de spinning están funcionando", traté de animarme al verme en ropa interior.

A cada prenda le encontraba un defecto. Demasiado claro, demasiado oscuro; muy escotado, casi de monja... Algo. Era complicado: no quería ir demasiado formal, ya que sólo se trataba de una cena de tacos en un restaurante pequeño; pero tampoco podía ir tan simple como cuando salía a tomar un café con una compañera de trabajo.

Derrotada, me recosté a un lado de mi Everest multicolor y me cubrí de la luz del foco con una mano. "Podría sumergirme en la montaña y vestirme con la ropa que se me enrede en el camino".

Mateo ya me conocía en mi faceta de antro y el de trabajo, en esa cena planeaba mostrarle a la Anabel alegre y relajada. Y para eso necesitaba el atuendo perfecto. Tomé la blusa que tenía más cercana y la arrojé al otro lado de la habitación.

El tono de mi celular me sacó de mis pensamientos. «Ya salí de la oficina. Voy en camino», leí y sentí un nudo en el estómago. «Estoy ansioso», completó.

Elegir vestuario para ver a Alejandro siempre fue muy sencillo: entre más piel quedara a la vista, mejor para él. Entre menos dejara a la imaginación, más frecuentes sus caricias. Mis amigas, sobre todo Clara, me criticaban por vestirme de esa manera sólo por complacerlo; pero sabía que ellas hacían lo mismo por sus novios.

Siempre me resultó fácil darme cuenta cuando a un hombre le gustaba una prenda en particular: una falda, una blusa, un sostén... Ni siquiera se molestaban en disimular las pupilas dilatadas. A mi ex le encantaba que usara una falda negra, que él mismo me regaló en nuestro aniversario, porque dejaba al descubierto de la mitad de mis muslos hacia abajo. Me la ponía cada vez que quería contentarlo o convencerlo de algo.

"¿Y si le canceló?", pregunté en voz alta. La chica en el espejo sonrió conmigo, pero luego negó con la cabeza.

Las campanadas del reloj de la sala anunciaron las ocho de la noche en punto. Hice cálculos: me tomaría veinte minutos llegar a la calle Hidalgo, y no quería hacerlo esperar mucho tiempo en nuestra primera cita, de modo que sólo me quedaban diez minutos para decidir mi atuendo y peinarme. Todo un reto. "No es una cita", me reprendí antes de ponerme en pie de nuevo.

―¿Por qué no te pones el vestido que compraste hace poco? ―mi madre estaba apoyada en el marco de la puerta. Tenía el celular en la mano y de él provenía una pegajosa y aguda melodía.

Resoplé. No debí haberle enseñado ese juego.

―¿Cuál vestido?

Mamá caminó hacia mi Everest y sacó un vestido color granate con estampado de lilis blancas. Torcí los labios.

―¿Por qué no? ―quiso saber.

Preferí no responderle que esa prenda la compré para usarla en una reunión familiar a la que Alejandro me había invitado, aunque era obvio pensar que ya no estaba invitada. En vez de eso me encogí en hombros y evadí su pregunta con otra:

―¿Con qué me lo podría poner?

Mi madre observó el vestido con detenimiento. Yo la miré a ella: a sus casi cincuenta años, mamá se veía estupenda. Comía saludable, y nunca había dejado de ejercitarse por periodos muy prolongados. Llevaba el cabello negro suelto, como le gustaba a papá, a la altura de los hombros, enmarcando su bello rostro. La luz del foco le arrancaba reflejos a la piel morena clara. Cuando estaba en preparatoria, mis amigos salían visitarme muy seguido: más de una vez los sorprendí pendientes de las curvas de mi madre.

Labios color arándanoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora