Capítulo 26

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Hay silencios que son capaces de cortar el aire. Hay silencios que aturden y de los que querés escapar como si se tratara de una bomba a punto de explotar. Hay silencios que ahogan y te obligan a aportar a su favor, a no hablar, a no romper ese clima. El silencio que nos invadió durante el viaje de regreso, fue una síntesis de todos esos silencios.

Desde mi lugar y sin mirar, podía sentir la tensión que recorría el cuerpo de Yago; podía imaginar la tormenta de pensamientos que podían estar disputándose en su mente, arrojando bombas de dudas que sólo encontrarían respuesta cuando él se introdujera en batalla.

Quería que hablase, que dijera algo, que opinara sobre lo que había pasado, que sacara sus conclusiones en voz alta, que dejara salir sus pensamientos, que los compartiera conmigo... Pero permanecía inmóvil y sin intenciones de hacerlo. Y yo no quería obligarlo. Así que permanecimos en silencio, por la ruta, bajo la noche que empezaba a cubrirnos.

No sé si haberle preguntado algo hubiese cambiado las cosas, tampoco sé cómo hubiese reaccionado. No lo hice, no me inmiscuí en lo que no quería mostrarme. En el fondo empezaba a entender que tenía sus tiempos; que cada herida del pasado había formado un océano en el que él había ido acostumbrándose, un océano que con el tiempo fue calmando sus aguas. Y cada vez que aparecía un viento relacionado con esos hechos, el efecto eran olas que causaban una movilización en su interior... Necesitaba tiempo para volver a acomodarse, para volver a adaptarse; ese tiempo se traducía en silencio.

Llegamos antes de las once de la noche, entramos por la calle y Yago frenó frente a la casa, sin apagar el motor. Me saqué el cinturón de seguridad y me estiré para buscar mi mochila que permanecía en los asientos traseros. Luego clavé mi vista al frente sin saber qué decir, qué agregar, cómo accionar.

—Gracias... por acompañarme —mascullo sorprendiéndome, atrayendo mí vista hacia él—. Y perdón por el regreso tan... eterno —se encogió de hombros.

—No me agradezcas y menos te disculpes —articulé con media sonrisa—. Fue lindo pasar tiempo juntos.

Hizo un intento por sonreír y no agregó nada más hasta que escuchó que yo estaba abriendo la puerta para irme.

—Regi —me detuvo.

—¿Si?

Me observó un segundo y luego pasó su mirada nuevamente al volante mientras negaba.

—¿Qué pasa? —insistí.

Tensó su mandíbula y masculló un nada.

—¿Seguro?

—Es confuso —dijo esta vez.

—¿Querés que hablemos?

Negó clavando sus ojos en los míos.

Nos observamos en silencio y casi pude percibir lo que sentía por dentro, el mar de dudas e inseguridades que se había formado en su interior. Acerqué mi mano a su rosto en un intento desesperado por calmar con tanto dolor. Cerró sus ojos durante unos segundos y noté como se relajó su tensión, luego volvió a abrirlos y tomó mi mano para dejarla sobre mi regazo.

—Nos vemos pronto —medio sonrió.

—Si necesitás hablar, llamame —aclaré antes de salir—. Nos vemos.

Decir que estaba preocupada era minimizar demasiado cómo me encontraba. Temía por lo que le pudiese pasar, temía que volviese a caer o que las cosas empeorasen demasiado. Sabía que no podía hacer nada más que esperar y entender que necesitaba ordenar sus ideas, pero la intranquilidad no se iba.

Locuras enlistadasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora