Querido Franklin,
No estoy segura de por qué un incidente sin importancia esta tarde me ha impulsado a escribirte.
Pero, puesto que estamos separados, tal vez sea que ahora te echo más de menos al llegar a casa para contarte las curiosidades de mi jornada, tal como el gato podría dejar unos ratones a tus pies: la pequeña y humilde ofrenda que se hacen las parejas tras un día de haber estado cazando en patios separados. De seguir tú aún instalado en mi cocina, extendiendo capas de mantequilla de cacahuete en crujientes tostadas de pan integral aunque ya fuera casi la hora de cenar, aún no me habría dado tiempo de dejar las bolsas -de una de las cuales estaría rezumando una especie de baba viscosa cuando estaría contándote esta pequeña historia incluso antes de advertirte de que esa noche cenaríamos pasta y de rogarte que, por tanto, hicieras el favor de no zamparte aquel monumental emparedado.
En los primeros tiempos, por supuesto, mis relatos eran más bien importaciones exóticas de Lisboa..., de Katmandú... Pero puesto que, en realidad, nadie quiere oír historias de tierras lejanas, hasta yo pude detectar en tu reveladora cortesía que preferías detalles anecdóticos más próximos a ambos, como, por ejemplo, una excéntrica discusión mía con un cobrador de peaje en el Puente George Washington. Rarezas triviales que ayudaran a ratificar tu punto de vista de que mi periplo extranjero era sólo una especie de engaño. Mis recuerdos -un paquete de galletas belgas rancias, mi versión británica del término «paparruchas» (codswallop!)- recibían un toque de magia por la simple evocación de la lejanía. Como esas chucherías que intercambian los japoneses -en una caja, dentro de una bolsa, otra caja dentro de otra bolsa-, el brillo de mis regalos de tierras lejanas era puro envoltorio.
¡Cuánto más importante es el logro de sobrevivir en medio de la zafiedad del feo y viejo estado de Nueva York o de obtener unos instantes de morbosa satisfacción durante una simple visita al supermercado Grand Union de Nyack!
Que es; justamente, donde se inicia mi relato. Parece que, por fin, estoy aprendiendo lo que siempre has tratado de enseñarme. Que mi país es tan exótico e incluso tan peligroso como Argelia. Yo estaba en la sección de lácteos y no necesitaba, ni quería, gran cosa. Ahora ya nunca como pasta, puesto que tú no estás para ayudarme a despachar la mayor parte de la fuente. De veras que echo en falta tu glotonería.
Aún me resulta difícil dejarme ver en público. En un país que, como dicen los europeos, apenas tiene «sentido de la historia», tal vez pienses que puedo ser un caso más de la proverbial amnesia de América. No tengo esa fortuna. Nadie en esta «comunidad» da pruebas de querer olvidar, y eso que han pasado ya un año y ocho meses justos.
Por lo tanto, tengo que hacer de tripas corazón cada vez que las provisiones empiezan a escasear.Oh, sí..., por lo que se refiere a los dependientes del 7- Eleven de Hopewell Street, ya no soy ninguna novedad para ellos, y puedo ir a comprar un litro de leche sin gafas de sol, pero nuestro habitual supermercado Grand Union sigue siendo un reto para mí.
Siempre me siento como una intrusa allí. Para compensar esa sensación, enderezo la espalda y cuadro los hombros. Ahora entiendo lo que significa eso de ir con la cabeza bien alta, y a veces me sorprende hasta qué extremo puede llegar a transformarte interiormente esa actitud de mantener el cuerpo recto como una vara. Cuando mi porte es orgulloso físicamente, me siento algo menos mortificada en mi interior.
Estaba dudando entre elegir huevos medianos o grandes cuando la vista se me escapó hacia los yogures. A pocos pasos más allá, había otra clienta de cabellos negros como el carbón, cuyas raíces mostraban, sin embargo, dos buenos dedos de canas en tanto que las puntas se rizaban aún por efecto de una antigua permanente. Su top de color lavanda y su falda a juego quizá estuvieron de moda en alguna época, pero ahora la blusa le colgaba por debajo de los brazos, y sus faldones no hacían sino acentuar unas abultadas caderas. Sus ropas necesitaban un buen planchado y en la guata de las hombreras se notaba la fina huella de haber pasado mucho tiempo colgadas de una percha de alambre.
ESTÁS LEYENDO
Tenemos que hablar de KEvIN
Mystery / ThrillerEs una novela escrita por Lionel Shriver en el año 2003. Centrada en Kevin Katchadourian, un adolescente responsable de varios asesinatos en su escuela, está narrada en forma de novela epistolar desde la perspectiva de su madre, Eva. En 2011 fue ada...