2 DE MARZO DE 2001

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Querido Franklin,

Ricky, uno de mis compañeros de trabajo, me ha abordado al terminar nuestra jornada laboral, y

me ha hecho una proposición; hasta ahora, nunca se había referido con tanta claridad, por más que lo

haya hecho de manera indirecta, a lo que todo el mundo considera un tema tabú: me ha invitado a

ingresar en su Iglesia. Me he sentido cohibida y le he dado las gracias, pero después he añadido,

vagamente: «Lo veo difícil.» No se ha dado por vencido, y me ha preguntado el motivo. ¿Qué hubiera

debido contestarle: «Porque no creo en paparruchas»? Siempre me he sentido un poco

condescendiente con las personas de profundas creencias religiosas, que, por otra parte, muestran la

misma actitud hacia mí. De modo que le he dicho que ojalá; que ojalá pudiera creer, y que, a veces,

lo intento con todas mis fuerzas, pero que no he encontrado nada en el curso de los últimos años que

me sugiera la existencia de un ser bondadoso que vele por mí. La réplica de Ricky acerca de los

caminos misteriosos no ha sonado convencida, y lo cierto es que no ha resultado convincente.

«Misteriosos, sin duda», le he dicho. Ahora puedes decirlo tú.

A menudo he recordado la observación que me hiciste una tarde, mientras paseabamos, antes de

ser padres: «Como mínimo, un hijo es una respuesta a la Gran Pregunta.» Me turbó entonces que tu

vida se planteara esa Gran Pregunta con semejante persistencia. La etapa sin hijos de nuestro

matrimonio tuvo, sin duda, sus altibajos, pero recuerdo haberte dicho, en el curso de esa misma

conversación, que tal vez fuéramos «demasiado felices», lo cual indica que no consideraba que

nuestra vida en común implicara un terrible vacío existencial. Tal vez yo sea un tanto superficial,

pero el hecho es que me bastaba contigo. Me encantaba buscar tu rostro entre los de la gente que

esperaba a los viajeros al otro lado de la aduana cuando regresaba de aquellos largos viajes que, sin

duda, eran mucho más duros para ti que para mí, y gozaba después cuando dormía hasta bien entrada

la mañana siguiente con la cabeza acurrucada en el calor de tu pecho. Con eso me bastaba. Pero, a lo

que parece, ser sólo mi pareja no era suficiente para ti. Y esa actitud, por más que te convirtiera,

espiritualmente, en el más profundo de los dos, hería mis sentimientos.

Ahora bien, si no hay razón alguna para vivir sin hijos, ¿por qué habría de haberla para vivir

con ellos? Responder a la angustia existencial que te plantea tu vida engendrando, simplemente, otra

vida que la suceda significa, además de una cobardía, dejar para la generación que siga a la tuya la

responsabilidad de encontrar la respuesta; hallarla en esas condiciones representa, pues, una tarea

potencialmente infinita. Lo más probable es que la respuesta de tus hijos sea procrear a su vez, para

endilgar a su descendencia el problema de no encontrarle sentido a su vida.

Si te planteo este tema, es porque creo que esperabas que Kevin fuese la respuesta a tu Gran

Tenemos que hablar de KEvINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora