5 DE ABRIL DE 2001

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  Querido Franklin,Sé que ha de ser un tema muy sensible para ti. Pero te aseguro que, si no le hubieras regaladoesa ballesta por Navidad, habría empleado el arco, o unos dardos envenenados. Lo cierto es queKevin tiene recursos más que suficientes para capitalizar la Segunda Enmienda,16 y, de habérselopropuesto, se habría hecho con el más convencional arsenal de pistolas y rifles de caza que prefierensus colegas de mentalidad más moderna. Por otra parte, la utilización de los instrumentostradicionales de las matanzas escolares no sólo habría reducido su margen de error, sino que lehabría permitido ocupar el lugar más alto de la lista de víctimas mortales, lo cual era, claramente,una de sus grandes ambiciones; y, de hecho, encabezó esa lista durante doce días, hasta que ocurrióla matanza de Columbine. No te quepa la menor duda de que consideró esa cuestión muydetenidamente. No en vano dijo, cuando tenía catorce años, que elegir bien las armas era tener mediapelea ganada. Teniendo todo eso en cuenta, su elección de un arma arcaica resulta extraña, pues locolocaba en una posición desventajosa; o, al menos, daba la sensación de ser así.Pero tal vez fuera eso lo que le gustara. Quizá le transmití mi inclinación a superar retos, quefue, por cierto, lo que me impulsó a quedarme embarazada de él. Y, aunque puede que disfrutaraponiéndole a su madre, que se creía a sí misma tan «especial», la insultante etiqueta de «una más delmontón» -sabía que, le gustara o no a la presuntuosa señora Viajera Internacional, acabaríaconvirtiéndose en una madre más a la manera tradicional estadounidense, y era consciente de lomucho que me repateaba que mi «exclusivo» Volkswagen Luna ocupara ahora el quinto lugar entrelos coches más vendidos en el Noreste de los Estados Unidos-, aún seguía gustándole la idea dedistinguirse de los demás. Después de lo de Columbine, le oí gruñir en Claverack que «cualquieridiota puede disparar una escopeta», por lo que es posible que pensara que ser conocido como «ElChico de la Ballesta» distinguiría su pequeña hazaña en la imaginación popular. Ciertamente, en laprimavera de 1999 la competencia era terrible, y los otrora aparentemente inolvidables nombres deLuke Woodham y Michael Carneal comenzaban ya a desvanecerse.Además, es evidente que hizo una exhibición. Quizá Jeff Reeves fuera un guitarristaexcepcional, Soweto Washington no fallara un tiro libre y Laura Woolford atrajera hacia su delgadotrasero las miradas de todos los miembros del equipo de fútbol americano cuando pasabacontoneándose por el pasillo, pero Kevin Khatchadourian demostró ser capaz de atravesar con unaflecha una manzana -o una oreja- desde cincuenta metros de distancia.Con todo, estoy convencida de que su principal motivo fue ideológico. No me refiero a aquellatontería del «tener una historia» que le endilgó a Jack Marlin; pienso, más bien, en la «pureza» queadmiraba en los virus informáticos. Puesto que había observado la compulsiva tendencia de lasociedad a sacar una amplia e incisiva lección de cualquier necio crimen en serie, debió de analizardesde todos los puntos de vista el previsible resultado del suyo.Su padre, por lo menos, no paraba de llevarlo a desordenados museos llenos de objetos de lospueblos indígenas de América del Norte o a desolados campos de batalla de la guerra de laIndependencia; por consiguiente, quien se empeñara en mostrarlo como la víctima desatendida de unmatrimonio formado por profesionales dedicados exclusivamente al desarrollo de sus respectivascarreras lo tenía difícil. Más aún: a pesar de lo que él hubiera podido oír o intuir, tú y yo no noshabíamos divorciado. Nada se podía sacar por esa parte. No era adepto de ningún culto satánico; lamayoría de sus amigos tampoco iban a la iglesia, así que era poco probable que pudiera considerarsela falta de fe en Dios como un elemento decisivo y preocupante en su actitud. Nadie se metía con él -tenía amigos, aunque fueran poco recomendables, y sus condiscípulos se apartaban de su camino parano incomodarlo-, así que los lugares comunes de «un pobre injustamente perseguido» o «debemoshacer algo para acabar con el matonismo en las escuelas» no podrían ir muy lejos. A diferencia delos incontinentes mentales, a los que tanto despreciaba, que se dedicaban a pasar durante las clasesnotitas malévolas y que prometían el oro y el moro a sus confidentes, él tenía la boca cerrada; nohabía subido a Internet una web de tendencia homicida ni escrito ensayos acerca de hacer saltar porlos aires el instituto, y hasta al experto social más imaginativo le costaría mucho trabajo ver en susátira sobre los vehículos todoterreno alguna de esas inconfundibles «señales de advertencia» queahora impulsan a los padres vigilantes y a los profesores a telefonear a las líneas calientesconfidenciales. Y, lo que, sin duda, era lo mejor de todo, si realizaba su hazaña sólo con una simpleballesta, ni su madre ni los amigos más sensibleramente liberales de ésta podrían manifestarse ante elCongreso exhibiéndolo como un caso más para pedir el control de las armas de fuego. En resumen,eligió la ballesta porque le pareció la mejor manera de asegurarse de que aquel jueves no significaraabsolutamente nada.Cuando me levanté, como de costumbre, a las seis y media de la mañana del 8 de abril de 1999,no tenía ningún motivo para pensar que aquel día pudiera ser memorable. Me puse una blusa que raravez elegía y, mientras me abrochaba los botones ante el espejo, te inclinaste sobre mí y me dijisteque tal vez no me gustara admitirlo, pero que el color rosa vivo me favorecía mucho, y me besaste enla sien. En aquellos tiempos el más mínimo detalle de amabilidad por tu parte me parecíamaravilloso, así que me ruboricé de satisfacción. Tuve de nuevo la esperanza de que estuvierasreconsiderando el tema de nuestro divorcio, aunque tenía miedo de preguntártelo directamente ycorrer así el riesgo de llevarme una desilusión. Hice café, y después levanté a Celia y la ayudé alimpiar y reemplazar su prótesis. Aún seguía teniendo problemas de supuración, y limpiar la películaamarillenta que se formaba en el vidrio, en sus pestañas y en el lagrimal podía llevar algunosminutos. Por más que nuestra capacidad de adaptación sea asombrosa, me sentía aliviada cada vezque el ojo de cristal quedaba ajustado y mostraba de nuevo el color azul acuoso de la mirada de mihija.Aparte del hecho de que Kevin se levantó sin haber tenido que llamarlo tres veces, la mañanaempezó igual que cualquier otra de un día normal. Como siempre, me asombré de tu apetito,recientemente reavivado; puede que fueras el último WASP17 de los Estados Unidos que aúndesayunaba habitualmente un par de huevos, panceta, salchichas y tostadas. Yo tomaba únicamentecafé, pero me encantaban el chisporroteo del cerdo ahumado, la fragancia del pan integral y laatmósfera general de paz doméstica que creaba semejante ritual. El extraordinario vigor con que tepreparabas ese festín debía de barrer todas sus consecuencias de tus arterias.-¡Vaya! -exclamé cuando vi aparecer a Kevin. Estaba friendo meticulosamente la torrija deCelia, para evitar que cualquier pequeño resto de clara de huevo poco cocida le pareciera «babas»-.¿Qué ha pasado? ¿Has tirado al cesto de la ropa sucia tus prendas de tallas pequeñas?-Hay días en los que uno se despierta con la sensación de que van a ser muy especiales -merespondió mientras se remetía los faldones de su airosa camisa blanca de esgrimidor en los mismospantalones negros de rayón que se había puesto para ir al Hudson House.A la vista de todos guardó en su mochila los candados y las cadenas Kryptonite, y di porsentado que había encontrado compradores en el instituto.-Kevin está muy guapo -dijo Celia tímidamente.-Bueno, tu hermano es un rompecorazones -le respondí; no podía saber en lo cierto que estaba.Espolvoreé una generosa cantidad de azúcar glas por la tostada de Celia mientras me inclinabasobre sus suaves cabellos rubios para murmurarle:-Y ahora no te entretengas; seguro que no querrás llegar tarde de nuevo a la escuela. Se suponeque tienes que comértela, no darle conversación y hacer amistad con ella.Le arreglé el pelo por detrás de las orejas, la besé en la frente y, mientras lo hacía, sorprendíuna mirada de Kevin que estaba metiendo en la mochila otra cadena más. Aunque se había presentadoen la cocina haciendo gala de una inusitada energía, ahora sus ojos se habían apagado.-¡Eh, Kevin! -lo llamaste-. ¿Te he enseñado alguna vez cómo funciona esta cámara? Unosbuenos conocimientos de fotografía no hacen daño a nadie; a mí, ciertamente, me han servido demucho. Acércate un momento, que aún es pronto. No sé qué te ha ocurrido esta mañana, pero aúndispones de tres cuartos de hora antes de irte.Retiraste de la mesa tu plato sucio y abriste la bolsa de la cámara que tenías junto a los pies.Kevin se acercó sin demostrar entusiasmo. Por lo visto, aquella mañana no estaba de humor paraalegrarte los oídos con repetidos: «¡Fabuloso, papá!» Y, mientras lo aleccionabas sobre lailuminación y cuestiones como la abertura del diafragma y la distancia focal, me asaltó una punzadade déjá vu. Para tu padre, la máxima manifestación de intimidad consistía en explicarle con unexagerado lujo de detalles el funcionamiento de cualquier objeto a alguien que no se lo había pedido.Aunque no compartieras la idea de Herbert Spencer de que desmontar el reloj del universoequivaldría a desentrañar todos sus misterios, habías heredado un talento para la mecánica que teservía como muleta emocional.-Esto me recuerda -dijiste en plena disertación- que quisiera fotografiarte mientras practicas eltiro con arco. Me gustaría captar para la posteridad ese ojo de lince tuyo y la firmeza de tu brazo,¿qué te parece? Después podríamos hacer un fotomontaje en el vestíbulo: ¡el Braveheart de PalisadesDrive!Darle una palmada en el hombro fue, probablemente, un error; Kevin se estremeció. Y duranteun brevísimo instante me di cuenta de lo poco que sabíamos de cuanto pasaba realmente por sucabeza, puesto que por un segundo se le cayó la máscara y su rostro se agrió con una expresión de...,bueno..., de auténtico asco. Me asusté. Para haber dejado entrever, aunque sólo fuera por aquelbrevísimo instante, sus verdaderos sentimientos, su mente tenía que estar ocupada en cosas muyimportantes.-Sí, papá-dijo haciendo un evidente esfuerzo- sería... fantástico.A pesar de lo que acababa de ver, aquella mañana estaba de buen humor, y contemplaba nuestrasituación doméstica desde el prisma más favorable. Todos los adolescentes odian a sus padres -medije-, no había más remedio que resignarse. Mientras el sol arrancaba destellos dorados de los finoscabellos de Celia, que se dedicaba a partir su tostada en trocitos ridiculamente pequeños, tú teembarcabas en un monólogo acerca de los peligros del contraluz y Kevin se retorcía por efecto de laimpaciencia, me sentía tan feliz, que consideré seriamente la posibilidad de quedarme en casa hastaque nuestros hijos tuvieran que irse a la escuela, e incluso la de acompañar a Celia en lugar de dejarque te ocuparas tú de ello. ¡Ojalá hubiera cedido a esa tentación! Pero decidí que no había que sentarprecedentes; y, por otra parte, si no me adelantaba unos minutos a la hora punta de la mañana, meencontraría ante un atasco monumental cuando fuera a cruzar el puente.-¡Corta el rollo! -gritó súbitamente Kevin, que estaba sentado a tu lado-, ¡Ya está bien! ¡Corta elrollo!Los tres nos quedamos mirándolo, recelosos, al oír aquel exabrupto.-¡Me importa un rábano el funcionamiento de tu cámara! -siguió diciendo Kevin sin alzar la voz-. No quiero trabajar de localizador de exteriores para un puñado de productos de mierda. No meinteresa. No me interesa el béisbol, ni los padres fundadores de la patria, ni las batallas decisivas dela guerra de Secesión. Odio los museos, y los monumentos nacionales, y los picnics. No quieroaprenderme de memoria en mis ratos libres la Declaración de Independencia, ni leer a Tocqueville.No soporto las reposiciones de ¡Tora, Tora, Tora!ni los documentales sobre Dwight Eisenhower. Noquiero jugar a los discos voladores en el jardín trasero, ni más partidas de Monopoly con esa enanatuerta, infeliz y llorona. Me la traen floja las colecciones de sellos o de monedas raras, y no me da lagana prensar entre las páginas de las enciclopedias hojas de otoño de preciosos colores. Y,finalmente, estoy hasta la coronilla de conversaciones Intimas de padre a hijo sobre aspectos de mivida que no son de tu incumbencia.Parecías atónito. Busqué tu mirada y te dije que no con la cabeza. No era habitual en míaconsejarte que te reprimieras. Pero la olla de presión era muy popular en la generación de mimadre. Gracias a un incidente, ahora ya mítico, ocurrido cuando era niña, tras el cual fue precisobarrer del techo, con una escoba, el madagh, nuestro típico guiso de cordero hervido, que había ido aparar allí, aprendí que, cuando del pitorro sale un ruidoso chorro de vapor, lo peor que puedes haceres abrir la olla.-De acuerdo -dijiste muy tenso, y te pusiste a guardar tus objetivos en su estuche-. Mensajerecibido.Tan abruptamente como había estallado, Kevin retornó a su actitud anterior y volvió a ser elestudiante nada imaginativo de segundo curso de instituto que se preparaba para otro monótono díade clase. Pude ver cómo ignoraba por completo tus sentimientos heridos. Una cosa más, supuse, quelo tenía sin cuidado. Por espacio de cinco minutos nadie dijo nada, y después, gradualmente,recuperamos la ficción de una mañana corriente, sin mencionar para nada el estallido de Kevin, de lamisma manera que la gente educada finge no haber oído una ventosidad. Aun así, persistía el olor,pero no de gases intestinales, sino de una explosión.Aunque ya empezaba a tener prisa, tuve que despedirme de Celia dos veces. Le cepillé el pelo,le quité un poquito de costra que aún tenía adherida a la parte inferior de la pestaña, le recordécuáles eran los libros que tenía que llevar a la escuela aquel día y, finalmente, le di un fuerte y largoabrazo, pero cuando volví después de coger mis cosas me la encontré aún inmóvil donde la habíadejado, con el rostro despavorido y las manos colgando rígidas a los lados, como si las tuvierasucias de grasa. La levanté por las axilas para subirla a mis brazos, aunque tenía casi ocho años yaguantar su peso era un problema para mi espalda. Pasó las piernas alrededor de mi cintura, enterróla cabeza en mi cuello y me dijo:-Te echaré de menos, mamá.Le respondí que también yo la echaría de menos, aunque no podía imaginarme cuánto.Desanimado tal vez por la injusta reprimenda de Kevin y necesitado de algún puerto seguro, note despediste de mí por una vez con un beso ausente en la mejilla, como de costumbre, sinobesándome apasionadamente en la boca. (Te lo agradezco, Franklin. He revivido tantas veces esemomento, que las células de mi memoria deben de estar a estas alturas raídas y descoloridas como latela de unos téjanos que te gustan mucho y has llevado infinidad de veces.) En cuanto a mi anteriorduda acerca de si a los hijos les gustaba ver que sus padres se besaban, me bastó mirar a Kevin paradisipar todas mis dudas: no.-Hoy tienes hora para practicar tiro con arco en lugar de gimnasia, ¿verdad, Kevin? -le recordémientras me ponía mi abrigo de primavera, deseosa de consolidar la normalidad familiar-. Noolvides llevarte tu equipo.-Cuenta con ello.-También deberías pensar qué es lo que quieres para tu cumpleaños -dije-. Faltan sólo tres días,y cumplir dieciséis es algo así como un hito, ¿no te parece?-Hasta cierto punto -respondió sin comprometerse-. ¿Te has dado cuenta de que hito puedetransformarse en rito con sólo cambiar una letra?¿Lo hablamos el domingo?-Puede que no esté libre el domingo...Me repateaba que siempre me pusiera tan difícil ser amable con él, pero tenía que irme.Ultimamente no besaba a Kevin -a los adolescentes no les gusta eso-, así que me limité a apoyar consuavidad el dorso de mi mano en su frente, que, para mi sorpresa, noté húmeda y fría.-Te noto un poco sudado. ¿Te encuentras bien? -le pregunté.-Nunca me he sentido mejor -me respondió. Ya iba camino de la puerta cuando me llamó-:¿Seguro que no quieres despedirte con otro beso de tu querida Celia?-Muy gracioso -repliqué sin volverme, y cerré la puerta.Pensé que se burlaba de mí. Pero, al recordarlo, creo que estaba dándome un excelente consejo,que hubiera debido seguir.No puedo imaginarme qué se debe sentir al despertarse el día en que se ha decidido llevar acabo una resolución tan terrible. Cuando lo imagino, me veo dando vueltas con la cabeza en laalmohada y murmurando: Pensándolo mejor, no puedo hacerlo. O, como mínimo: Bueno, lo dejarépara mañana. Y así sucesivamente... Te aseguro que los horrores que nos gusta calificar deimpensables pueden ser pensados, y que hay infinidad de muchachos que fantasean sobre laposibilidad de vengarse de las mil vejaciones de que les han hecho objeto sus condiscípulos de loscursos superiores. Nuestro hijo no se diferencia de ellos ni por las visiones que tuvo ni por losplanes mejor o peor hilvanados que hizo, sino por su asombrosa capacidad para pasar del plan a laacción.Tras mucho estrujarme los sesos, creo que lo único que he hecho en mi vida que se pareciera -aunque muy remotamente, eso sí- a lo que hizo nuestro hijo fueron los viajes al extranjero queemprendí a regañadientes porque no deseaba realmente realizarlos. En tales casos, trataba deconvencerme a mí misma dividiendo lo que parecía un gran periplo en sus partes constituyentesmenores. Así, en vez de tomar la decisión de pasarme dos meses en un Marruecos infestado deladrones, empezaba por atreverme a descolgar el teléfono. Eso no era tan difícil, en realidad. Y,cuando tenía al otro extremo de la línea a uno de mis subalternos y me veía obligada a decirle algo,le pedía que me sacara un pasaje, confiando en que, a causa del carácter siempre provisional, almenos en teoría, de los horarios de las líneas aéreas en fechas tan distantes, tal vez el momento deviajar no llegara jamás. Pero, un buen día, el pasaje llegaba con el correo.Y el plan se convertía en acción... Me atrevía entonces a comprar libros de historia del Áfricadel Norte, y más tarde a hacer las maletas. Troceados así, los retos eran asumibles. Y llegaba elmomento en que, tras haberme atrevido a meterme en un taxi y luego en una terminal aérea, me dabacuenta de que ya era demasiado tarde para volverme atrás. Las grandes decisiones son un montón depequeñas decisiones adoptadas una tras otra, y así es, seguramente, como Kevin se fueacostumbrando a la suya: primero encargó sus candados Kryptonite, luego robó el papel de cartascon el membrete del instituto, después metió aquellas cadenas una tras otra dentro de su mochila.Preocúpate de los distintos componentes de tu plan por separado, y la suma de todos ellos seconvierte en acción como por arte de magia.Por mi parte, aquel jueves -un jueves todavía del viejo estilo, completamente vulgar- estuvemuy ocupada; teníamos que acabar unos libros para llevarlos a la imprenta. Pero, en un raro momentode tranquilidad, reflexioné sobre el curioso estallido de Kevin aquella mañana. En su invectivahabían estado singularmente ausentes los «como», los «quiero decir», los «una especie de» y los«supongo» que de ordinario sazonaban su pasable imitación de un adolescente común y corriente. Envez de permanecer medio tumbado en la silla y con el cuerpo en ángulo, se había mantenido en pie,muy recto, y habló por el centro de la boca, no por sus comisuras. Me dolía que hubiera herido lossentimientos de su padre hablándole sin el menor respeto, pero, por otro lado, me alegraba que eljoven que había hecho aquellas duras y tajantes declaraciones pareciera completamente diferente deaquel con el que convivía desde hacía tanto tiempo. Tenía ganas de volver a encontrarme con él,sobre todo, en alguna ocasión en que su estado de ánimo fuera más agradable..., un deseo que hastahoy no se ha hecho realidad, y que parece difícil de conseguir.Hacia las seis y cuarto de la tarde hubo una conmoción en el exterior de mi despacho, unareunión conspiratoria de los miembros de mi personal, que interpreté como pequeña tertulia amistosaen el momento de despedirse para regresar a sus casas al concluir la jornada laboral. Estabaresignándome a seguir trabajando sola hasta el anochecer cuando Rose, supongo que delegada porlos demás, llamó tímidamente a mi puerta:-Eva -dijo en tono grave-. Tu hijo va al Instituto de Gladstone, ¿verdad?La noticia ya corría por Internet.Los detalles eran incompletos: «Tiroteo en el Instituto de Gladstone. Se teme que haya víctimasmortales.» No se decía con claridad quiénes y cuántos eran los estudiantes heridos. Tampoco seindicaba el nombre del culpable. En realidad, el espacio dedicado a esa noticia eraexasperantemente breve. El «personal de seguridad» dio aviso de que había habido una carnicería enel gimnasio del instituto, en el que la policía «intentaba entrar» en aquel momento. Reconozco que mesentí turbada, pero todo aquello carecía del más mínimo sentido para mí.Llamé inmediatamente a tu teléfono móvil, y te maldije cuando vi que lo tenías desconectado; lohacías demasiado a menudo, pues te gustaba disfrutar de la soledad sin interrupciones en tu 4 × 4mientras recorrías Nueva Jersey en busca de vacas que tuvieran el color adecuado. Comprendía queno quisieras recibir la llamada de un representante de Kraft o de algún jefe de proyecto de algunaagencia de publicidad, pero hubieras debido dejarlo conectado por si yo te llamaba. ¿Qué objetotiene, si no, llevar encima esa maldita cosa? Me inquieté. Llamé a casa, pero me salió nuestrocontestador: era una hermosa tarde de primavera y, sin duda, Robert habría sacado a Celia al jardínpara jugar. El hecho de que Kevin no respondiera me inquietaba un poco, pero razoné que lo másprobable era que se hubiese escabullido con Lenny Pugh, con quien, inexplicablemente, habíareanudado sus correrías después del juicio de Vicki Pagorski. Tal vez no se pudiera reemplazarfácilmente a un adlátere tan predispuesto a rebajarse.Tomé, pues, mi abrigo y resolví ir directamente al instituto. Al salir, mí gente estaba yamirándome con el temor reverencial que se presta a quienes tienen relación, por tangencial que sea,con los sucesos que aparecen como noticias de última hora en la página principal de America OnLine.Mientras me ves precipitándome al garaje en busca de mi Volkswagen para salir de estampidadel centro y quedar inmediatamente atrapada en la autopista del West Side, permíteme que te deje enclaro una cosa. Siempre pensé que Kevin berreaba en su cuna por efecto de la ira, y no porquetuviera hambre. Estaba firmemente convencida de que, cuando se burló de la cara «manchada decaca» de aquella camarera, era consciente de que hería sus sentimientos, y de que la destrucción delos mapas con que decoré las paredes de mi despacho fue un acto de calculada malicia, noconsecuencia de una creatividad mal orientada. Sigo creyendo que indujo a Violetta a arrancarsebuena parte de la costra eccematosa que cubría su cuerpo, y que continuó llevando pañales hasta losseis años no porque estuviera traumatizado o confundido, ni porque su desarrollo sufriera un retraso,sino porque libraba una incesante batalla conmigo. Creía que destruyó los juguetes y cuentos quetanto me costó realizar para él porque le servían más como pruebas para demostrar su ingratitud quecomo objetos confeccionados y regalados con cariño, y estoy segura de que aprendió a contar y aleer en secreto sólo para privarme deliberadamente de cualquier satisfacción que hubiera podidohacerme sentir una madre útil. Mi certeza de que fue él quien aflojó el mecanismo de seguridad de larueda delantera de la bicicleta de Trent Corley era inconmovible. Así como la de que había sido élquien metió personalmente en la mochila de Celia el nido de larvas de orugas y el que ayudó a Celiaa encaramarse por nuestro roble blanco hasta una rama a seis metros del suelo, para dejarla allí sola.Y, por supuesto, no he creído nunca que se le hubiera ocurrido a nuestra hija prepararse para eldesayuno aquella mezcla de jalea, pasta de curry y crema de vaselina, ni que partiera de ella lainiciativa de jugar «a ser secuestrada» o a «Guillermo Tell». Podría jurar que, fuera lo que fuese loque le dijo Kevin al oído a aquella chica que hemos convenido en llamar Alice durante el baile deoctavo de primaria, no fue, precisamente, una manifestación de admiración por su vestido; y, por másque no me atreviera ni a pensar cómo fue a parar al ojo izquierdo de Celia el desatascador, estabaabsolutamente convencida de que la intervención de su hermano en aquella desgracia no se limitó ala de noble salvador. Veía sus masturbaciones en casa, con la puerta abierta de par en par, como unaagresión sexual gratuita -contra su madre-, y no como la normal e incontrolada ebullición de sushormonas adolescentes. Puede que le hubiera dicho a Mary Woolford que aconsejase a su hija Lauraque pasara aquel mal trago sin hacer aspavientos, pero me parecía sumamente verosímil que nuestrohijo hubiera llamado «gorda» a su frágil y mal alimentada hija. No era ningún misterio para mí cómohabía podido aparecer aquella famosa lista en la taquilla de Miguel Espinoza, y, aunque asumía plenaresponsabilidad por haber infectado a mi propia empresa, sólo podía considerar la afición acoleccionar virus informáticos como una inquietante perversión. Mantenía, además, mi convicción deque Vicki Pagorski se había visto arrastrada a un juicio público por culpa de una intriga tramadapersonalmente por Kevin Khatchadourian. Reconozco que me engañé al atribuir a nuestro hijo laresponsabilidad de haber arrojado cascotes a los vehículos que circulaban por la autopista 9 Oeste, yque, hasta hace sólo diez días, siempre consideré una prueba más de la extrema maldad de mi hijo ladesaparición de una fotografía mía tomada en Amsterdam, por la que sentía especial aprecio.Siempre, pues, como he dicho antes, he creído de él lo peor. Pero ese antinatural cinismo mío,impropio de una madre, también tenía sus límites. Por eso, cuando Rose me habló de un violentoataque en el instituto de Kevin, en el que se temía que hubieran muerto varios estudiantes, me inquietépor si entre ellos pudiera estar él.Pero ni por un instante se me ocurrió imaginar que nuestro hijo hubiera sido el causante.El testimonio de los testigos oculares de un suceso es notoriamente caótico, en especial en losmomentos que lo siguen inmediatamente. En el lugar donde ha ocurrido reina la desinformación. Sólomás tarde logra imponerse el orden al caos. De ahí que, mientras que ahora me basta pulsar unascuantas teclas en el ordenador para acceder a numerosas versiones de lo que hizo nuestro hijo aqueldía, más o menos en orden cronológico, cuando entré a toda velocidad en el aparcamiento delinstituto, con la radio puesta, encontré a mi disposición muy pocos elementos de esa historia. Pero hedispuesto ya de años de reflexión para poder ordenar y montar el rompecabezas, de la misma maneraque le aguardan al propio Kevin años de acceso a un taller de carpintería mal equipado en el quelimar, lijar y pulir su disculpa.Los centros escolares no suelen dispensar especial consideración al lugar donde guardan sumaterial de escritorio: no lo ven, ciertamente, como las llaves del reino, y dudo incluso de que tenganen un lugar cerrado bajo llave su papel de cartas y sus sobres con membrete. Pero fuera cual fuese laforma como los obtuviera, lo cierto es que Kevin había prestado suficiente atención en la clase delengua de Dana Rocco para imbuirse de que la forma dicta siempre el tono. Y que, al igual que noempleas el argot popular al escribir un artículo para el periódico del instituto, tampoco te permitesjueguecitos nihilistas con palabras de tres letras en una carta con membrete. De ahí que el mensajeoficial enviado, por ejemplo, a Greer Ulanov -con la antelación suficiente para compensar el malfuncionamiento del servicio de correos de Nyack- mostrara el mismo sello de autenticidad quedemostró Kevin cuando interpretaba ante ti el papel de hijo afectuoso, o el de tímida y aturulladavíctima delante de Alan Strickland:Querido (a)_____ Greer,El claustro de profesores del Instituto de Gladstone se siente orgulloso de sus alumnos, cada unode los cuales aporta a la comunidad escolar sus propios y notables talentos. Pero algunos de ellossuscitan nuestra especial atención por haberse distinguido en las artes o por haber hecho incluso másde lo que podía esperarse de ellos a la hora de convertir a nuestra instituto en un dinámico centroeducativo Ahora que se acerca el final del año escolar, nos complace premiar esa excelencia fuerade lo común.Tras consultar con los profesores y el personal, he hecho una lista de nueve alumnos ejemplaresque parecen los más merecedores de nuestro nuevo Premio a la Promesa Deslumbrante (PPD). Mecomplace informarlo(a) de que usted es uno de esos nueve, elegido (a) por sus notables aportacionesen política y concienciación cívicaPara el seguimiento de ese proceso, solicitamos de todos los galardonados con el PPD que sereúnan en el gimnasio el jueves 8 de abril a las 3.30 de la tarde. Nuestro propósito es que puedanelaborar juntos un programa para la reunión que se celebrará a principios de junio, en la que seránotorgados los premios PPD. Sería adecuado ofrecer alguna demostración de sus excepcionalescualidades. Para aquellos de entre ustedes que practican las artes, será fácil ofrecer una exhibición;pero quienes cuentan con talentos más académicos quizá tengan que ejercitar su creatividad para vercómo pueden dar un ejemplo de su aprovechamiento.Aunque hemos procurado que nuestras decisiones se basaran solamente en los méritos, tambiénhemos intentado conseguir una adecuada mezcla de sexos, razas, orígenes familiares, religiones yorientaciones sexuales, de manera que los PPD fueran un elenco representativo de la diversidad denuestra comunidad.Por último, quisiera rogarles a todos ustedes que guarden para sí la noticia de haber sidodesignados para recibir este galardón. Si llegara a mis oídos que alguno se jacta ante suscompañeros, la administración podría verse forzada a reconsiderar su candidatura. En realidad,desearíamos, si fuera posible, poder dar a cada uno de nuestros alumnos un premio por ser lapersona especial que es, y por eso es importantísimo que no se susciten celos innecesarios entre suscompañeros antes de que sean dados a conocer públicamente los nombres de los galardonados.Con mi más cordial felicitación.Sinceramente,Donald Bevons, DirectorCartas idénticas fueron enviadas a los otros ocho estudiantes, con los espacios en blancorellenados con las palabras adecuadas en cada caso. A Denny Corbitt se le concedía por sus dotesdramáticas; a Jeff Reeves, por su dominio de la guitarra clásica; a Laura Woolford, por su«desarrollo personal»; a Brian «Ratón» Ferguson, por sus habilidades en el campo de la informática;a Ziggy Randolph, no sólo por sus dotes para el ballet, sino también por «alentar la tolerancia de ladiferencia»; a Miguel Espinoza, por su «aprovechamiento académico y su dominio del vocabulario»;a Soweto Washington, por su capacidad para la práctica de los deportes, y a Joshua Lukronsky, porsus «estudios cinematográficos y por haberse aprendido de memoria guiones enteros de QuentinTarantino». Con respecto a Joshua, debo reprochar a Kevin que no supiera contenerse, por más quela mayoría de la gente no se sienta inclinada a desconfiar de los halagos que se le hacen. Dana Roccorecibió una carta algo diferente en la que se le pedía que presidiera la reunión aquel jueves, altiempo que se le notificaba que había sido elegida para el Premio a la Profesora Más Querida, y se leaconsejaba que, puesto que todos los demás profesores eran también queridos, mantuviera en secretosu PPMQ.Aunque la trampa estaba bien montada, no era inmune a los fallos. Dana Rocco hubiera podidomencionarle la reunión a Bevons, quien habría dicho que no sabía nada acerca de aquellaconvocatoria, y todo el tinglado se habría venido abajo. ¿Podemos hablar, realmente, de que Kevinfue muy afortunado? Lo cierto es que ella no dijo nada.La noche del 7 de abril, Kevin puso la alarma de su despertador para que sonara media horaantes de la habitual y preparó para ponerse por la mañana unas ropas amplias que le permitieranfacilidad de movimientos, eligiendo precisamente aquella deslumbrante camisa blanca con lasmangas de esgrimidor, que quedaría tan bien en las fotografías. Yo, en su caso, hubiera pasado todala anoche retorciéndome de angustia en la cama, pero puesto que, para empezar, jamás se me habríaocurrido un proyecto tan grotesco, sólo puedo suponer que, si Kevin perdió algo de sueño, fue por laexcitación.El viaje en el autobús escolar a la mañana siguiente debió de resultarle embarazoso -losantirrobos para bicicleta pesaban casi tres kilos cada uno-, pero Kevin se había apuntado a aquellasclases particulares de tiro con arco a principios del semestre, y el interés por aquel pasatiempo pocopopular era demasiado escaso para que el centro organizara una clase propiamente dicha. Sin duda,los demás estudiantes se habían acostumbrado ya a verlo cargar con su pesado y voluminoso equipode tiro con arco a la hora de ir al instituto. Por otra parte, ninguno de ellos estaba tan familiarizadocon las sutilezas de aquel raro deporte para que le extrañara que Kevin no llevara en aquella ocasiónsu arco normal, o arco inglés, sino su ballesta, un artilugio que, según diría después la administracióndel centro, Kevin no estaba autorizado a introducir en los terrenos del instituto. Aunque el número deflechas que poseía era considerable -se había visto obligado a transportarlas en su petate demarinero-, nadie reparó en la bolsa: el amplio espacio que había visto que dejaban sus compañeros asu alrededor en el baile de octavo no había hecho más que aumentar en su segundo año en el instituto.Tras apilar como de costumbre su equipo de tiro con arco en el cuarto del gimnasio dedicado amaterial deportivo, asistió a todas sus clases. En la de lengua le preguntó a Dana Rocco quésignificaba «maleficencia», y ella se mostró encantada.Su clase particular de tiro con arco estaba prevista para la última hora del día escolar y -unavez demostrada la firmeza de su afición- los profesores de educación física ya no se fijaban en élmientras lanzaba flechas a un blanco relleno de serrín. De ahí que Kevin tuviera tiempo más quesuficiente para despejar el gimnasio de cualesquiera otros aparatos, como sacos de boxeo, potros opesadas colchonetas para los saltos. Por comodidad, las gradas abatibles estaban plegadas, y, paraasegurarse de que siguieran así, colocó los pequeños candados de combinación en la intersección delos dos soportes de hierro de las filas, de manera que fuera imposible separarlos. Cuando huboacabado, en el gimnasio no quedaban más que seis colchonetas azules -de las finas, las que seemplean para abdominales-, dispuestas en círculo en el centro, como invitando a una reunióninformal.A los que se interesan por esas cosas, les diré que la logística de la instalación estabaimpecablemente diseñada. El edificio destinado a la educación física es una estructura exenta, a tresminutos a pie del campus principal. Se entra en el gimnasio por cinco puertas: desde las taquillas delos chicos, las de las chicas y la del cuarto de material, además de la entrada desde el vestíbulo y laque, en el segundo piso, da a una galería que domina el gimnasio, donde se encuentran las máquinaspara perfeccionamiento de la capacidad aeróbica. Ninguna de esas puertas, con todo, da al exteriordel edificio. El gimnasio tiene mayor altura de la habitual: la equivalente de dos pisos, y estáequipado de ventanas sólo en su parte superior, por lo que es imposible ver su interior desde el niveldel suelo. Para aquella tarde no había ningún encuentro deportivo previsto.El timbre sonó a las tres de la tarde, y a las tres y cuarto ya había comenzado a desvanecerse elrumor de los estudiantes que salían. El gimnasio estaba completamente vacío, pero Kevin debió dehaber avanzado con sumo sigilo, evitando el ruido de sus pasos, mientras entraba en las taquillas delos chicos y descargaba el primer antirrobo Kryptonite que llevaba colgado del hombro. Es unapersona metódica en las circunstancias más comunes, así que podemos dar por seguro que habíaelegido la llave correspondiente para cada uno de los candados que colgaban de las cadenas forradasde plástico de color amarillo chillón. Pasó primero la pesada cadena por los tiradores de la doblepuerta, y tiró hasta tensarla bien. Después retiró la vaina protectora de plástico negro que llevaba elcandado amarillo, pasó éste por los eslabones centrales de la cadena, lo cerró hasta escuchar el clic,dio una doble vuelta a la llave y se la metió en el bolsillo. Me atrevería a decir que probó también aabrir las puertas, que ahora sólo dejaban una rendija entre ellas por fuerza que hiciera. Repitió lamisma operación en la puerta de las taquillas de las chicas y después en la entrada de la sala dematerial, de la que salió por la puerta del fondo, que daba a la sala de pesas.Ahora sé que aquellos antirrobos eran el último grito en seguridad para bicicletas. La anilla delcandado es muy gruesa y tiene sólo unos cinco centímetros de altura, lo que hace casi imposible quela fuercen con una palanqueta. Los eslabones de la cadena son forjados y enlazados durante elproceso de fabricación, y tienen un grosor de casi centímetro y medio. Por otra parte, las cadenasKryptonite tienen fama por su resistencia al calor, así que, por más que los ladrones profesionales debicicletas utilicen sopletes para romperlas, la empresa tiene tanta confianza en su tecnología que, site roban tu bicicleta a pesar de llevar ese antirrobo, te compensa pagándote una nueva. A diferenciade los modelos de muchos de sus competidores, esta garantía es válida incluso en Nueva York.A pesar de su confesada falta de interés por tu trabajo, Franklin, Kevin estaba a punto de lanzarla campaña de publicidad más eficaz para Kryptonite de todas las realizadas hasta la fecha.Hacia las tres y veinte, rebosando sonrisas de autosatisfacción, los primeros PPD comenzaron allegar del vestíbulo por la entrada principal, que permanecía abierta.-¡Higiene personal, madre mía!-exclamó Soweto.-Aquí llegan las promesas deslumbrantes -dijo Laura mientras se echaba hacia atrás su sedosamelena castaña-. ¿No hay sillas?«Ratón» Ferguson cruzó el gimnasio hasta la habitación del material en busca de algunas sillasplegables, pero enseguida volvió diciendo que debían de haber cerrado ya el cuarto hasta el díasiguiente.-No sé qué os parecerá, pero por mí está bien así -dijo Greer-, Podemos sentarnos en círculocon las piernas cruzadas, como en torno a un fuego de campamento.-¡Por favor! -objetó Laura, cuyo vestido era más bien exiguo-. ¿Cruzar las piernas con estafalda? ¡Es de Versace, por el amor de Dios! No quiero ir después por ahí apestando a sudor.-¡Venga! -le espetó Soweto señalando su delgada silueta con la mano-. ¡Si tú no sabes lo que essudar!Desde el lugar en que se encontraba en la galería, una especie de hueco en la parte más alta,Kevin podía oír lo que decían sus galardonados; mientras estuviera allí, con la espalda apoyada en lapared del fondo, no podía ser visto desde abajo. Las tres bicicletas estáticas, la cinta de caminar y lamáquina de remo habían sido ya alejadas de la barandilla protectora. Y, una vez vaciado elcontenido de su petate, su arsenal de casi un centenar de flechas ocupaba dos cubos de los empleadospara caso de incendio, erizados ahora de agudas puntas.Tentado por el maravilloso eco del recinto, Denny recitó a todo pulmón unas líneas de No tebebas el agua, de Woody Alien, mientras que Ziggy, que tenía la costumbre de pasearse por elinstituto con leotardos y mallas para exhibir sus pantorrillas, no pudo resistirse a hacer lo que Kevinllamaría después «una gran entrada a lo drag queen»: realizó una serie de piruetas en posición depointe de lado a lado del gimnasio, para acabar con un grandjeté. Pero Laura, que, sin duda,consideraba poco apropiado observar a los gays, sólo tenía ojos para Jeff Reeves: un muchachosilencioso y terriblemente formal, apuesto y de ojos azules, con una larga coleta rubia, por el que sesabía que bebían los vientos una docena de chicas. Una de las que se morían por él, según unaentrevista con una amiga que se difundió por la NBC, era precisamente Laura Woolford, lo que talvez explica, más que su maestría con la guitarra de doce cuerdas, que hubiera sido elegido comodeslumbrante promesa.Miguel, en cambio, quien probablemente se estaría diciendo a sí mismo que era impopular entresus compañeros por ser inteligente e hispano, en lugar de pensar que tal vez lo debiera a ser un pocorechoncho, se apresuró a sentarse en una de las colchonetas azules, para enfrascarse muy serio, conel ceño fruncido, en la lectura de un manoseado ejemplar del libro de Alan Bloom El cierre de lamente humana. A su lado, Greer, que estaba incurriendo en el error común de los rechazados de todaspartes de suponer que los rechazados se caen bien los unos a los otros, intentaba iniciar con él unadiscusión acerca de la intervención de la OTAN en Kosovo.Dana Rocco llegó a las tres y treinta y cinco.-¡Vamos allá, muchachos! -los saludó para congregarlos-. Todo eso es muy espectacular, Ziggy,pero esto no es una clase de ballet. ¿Podemos poner manos a la obra? Es una ocasión muy grata, peroya es tarde para mí y querría llegar a casa a tiempo de ver el telediario de la noche.En aquel momento llegó el empleado de la cafetería, cargado con una fuente de emparedadosenvueltos en papel de celofán.-¿Dónde desea usted que los deje, señora? -le preguntó a Rocco-. Tenemos orden del señorBevons de traerles un refrigerio.-¡Qué detalle tan amable por parte de Don!, ¿verdad? -exclamó la profesora de lengua.Bueno, había sido un detalle por parte de alguien. Y tengo que reconocer que los emparedadosfueron un toque excelente para adornar aquella ocasión con un auténtico tono escolar. Pero Kevin talvez estaba pasándose un poco de rosca sin darse cuenta de que aquel gesto podría costarle dañoscolaterales.-Mi turno ha acabado ya, señora... -dijo el empleado de la cafetería-. ¿Tiene ustedinconveniente en que me quede unos minutos aquí lanzando unas canastas? Estaré allí, en el fondo, yno molestaré. No tengo donde hacerlo en el barrio en que vivo. Se lo agradecería muchísimo.Rocco debió de dudar: el ruido sería una distracción, pero el empleado de la cafetería eranegro.Kevin debía de estar reprochándose haber dejado en el rincón aquella canasta de baloncesto,pero para entonces -las tres y cuarenta ya- estaría probablemente más preocupado por el que faltaba.Tan sólo nueve de sus diez invitados habían acudido a la cita, y se le había colado un gorrón.Aquella operación no estaba organizada para que hubiese retrasados, así que, a medida que pasaba eltiempo, debió de haberse puesto a idear frenéticamente un plan de emergencia que permitiera ladilatoria comparecencia de Joshua Lukronsky.-¡Qué horror! -exclamó Laura declinando la bandeja-. Emparedados de pavo. ¡Un derroche decalorías!-Ante todo, chicos -empezó Rocco-, quiero felicitaros por haber sido elegidos para este premioespecial...-¡Ya estoy aquí! -Las puertas del vestíbulo se abrieron de par en par-, ¡Pongámonos en marcha!Kevin jamás se había sentido tan feliz de ver al cargante de Joshua Lukronsky. Mientras elcírculo de las colchonetas se ampliaba para dejar un lugar para Josh, Kevin salió del hueco en que sehallaba y bajó por las escaleras cargado con otro antirrobo Kryptonite. Aunque se movió todo losigilosamente que pudo, la cadena tintineó un poco, y tal vez agradeciera por ello el ruido que hacíael empleado de la cafetería con la canasta de baloncesto. De vuelta a la galería, deslizó su últimocandado y la cadena por el interior de los tiradores de las puertas.Voilh. Iba a ser como pescar un pez en un balde.¿Tenía escrúpulos o, simplemente, estaba disfrutando con la marcha de los acontecimientos? Lareunión siguió durante cinco minutos más hasta el momento en que Kevin avanzó sigilosamente haciala barandilla de la galería cargado con su ballesta. Aunque ahora era visible desde abajo, el grupoestaba demasiado absorto en hacer planes acerca de su propio homenaje para levantar la miradahacia la galería.-Yo podría pronunciar un discurso -propuso Greer-. ¿Abogando, por ejemplo, por la supresióndel cargo de fiscal especial? Porque pienso que Kenneth Starr18 es el Mal personificado.-¿Qué tal si lo haces sobre algún tema menos controvertido? -le sugirió Rocco-, No querrásponerte en contra a todos los republicanos...-¿Nos apostamos algo?Se escuchó un susurro, precipitado, fugaz, Y, al igual que se da una brevísima pausa entre elrelámpago y el trueno, se produjo un denso instante de silencio entre el zas, plop de la flecha a travésde la blusa de Versace de Laura Woolford y el momento en que los demás estudiantes empezaron agritar.-¡Dios santo!-¿De dónde ha salido?-¡Está sangrando a borbotones!Zas, plop. Cuando trataba aún de incorporarse, una flecha se hundió en el vientre de Miguel.Zas, plop. Otra fue a clavarse entre los omóplatos de Jeff en el momento en que se inclinaba sobreLaura Woolford. Sólo puedo concluir que, durante las horas que pasaba practicando en el jardíntrasero de casa, el pequeño redondel negro que ocupaba el centro de aquella serie de círculosconcéntricos debía de parecerle un fragmento redondo de una prenda de seda de Versace. Lauraestaba muerta. La flecha le había atravesado el corazón.-¡Está allí, arriba! -indicó Denny.-¡Daos prisa, chicos! ¡Salid! -les ordenó Dana Rocco, aunque no hacía falta que lo hiciera,porque los que no habían sido heridos corrían ya a toda prisa hacia la salida principal, mientrasaprendían ahora un nuevo significado de la expresión «puertas de socorro». Sin embargo, comopronto descubrirían todos, dada la posición de la galería, no había ni un solo palmo cuadrado en elgimnasio que no pudiera ser batido desde la barandilla.-¡Oh, mierda! ¡Debería haberlo imaginado! -exclamó Joshua, que miró hacia arriba mientrastrataba de forzar la puerta del cuarto del material que ya antes había intentado abrir «Ratón»Ferguson-. ¡Es Khatchadourian!Zas, plop. Cuando estaba aporreando la puerta principal para pedir ayuda, con la flecha quellevaba clavada en la espalda moviéndose a cada movimiento que hacía, otra flecha fue a hundirse enla nuca de Jeff Reeves. «Ratón» Ferguson, que se había dirigido a la puerta de las taquillas de loschicos y trataba de escurrirse por la rendija que apenas se abría en el quicio, recibió un flechazo enel trasero; no lo mataría, pero, mientras se desplazaba cojeando a la entrada del vestuario de laschicas, seguramente estaría comenzando a pensar que pronto llegaría otra que sí lo haría.Dana Rocco llegó casi al mismo tiempo que «Ratón» Ferguson a la puerta del vestuario de laschicas; llevaba en brazos el cuerpo de Laura, un valeroso e inútil esfuerzo que sería muy destacadodespués en su ceremonia fúnebre. Los ojos de la profesora se cruzaron con los de «Ratón» Ferguson,que negó con la cabeza. Mientras sus despavoridos compañeros de clase empezaban a dar vueltasyendo de puerta en puerta en un movimiento parecido al de la masa en una batidora, «Ratón»Ferguson alzó la voz por encima del griterío:-¡Las puertas están cerradas! ¡Todas las puertas están cerradas! ¡Poneos a cubierto!¿Dónde?El empleado de la cafetería -menos preparado para enfrentarse a un tiroteo escolar que losestudiantes, que habían asistido a reuniones informativas y tenían una idea, más o menos teórica, delo que debían hacer- había estado examinando las paredes en busca de alguno de esos pasadizossecretos que abundan en las novelas de misterio, y se movía despacio para no llamar la atención.Pero, puesto que las paredes de hormigón no le ofrecían ninguna salida, se sentó en el suelo hecho unovillo e interpuso la pelota de baloncesto entre su cabeza y el arquero. Kevin, contrariado, sin duda,por haber permitido la existencia de un obstáculo en el gimnasio, por pequeño que fuera, disparócontra aquella protección ineficaz. Zas, plaf. La pelota reventó al instante.-¡Kevin! -le gritó su profesora de lengua al tiempo que cubría con su cuerpo a «Ratón» Fergusonpara interponerse entre él y el rincón más lejano de la galería-, ¡Para de una vez, por favor! ¡Te loruego! ¡Te lo ruego! ¡Para!-Maleficencia -susurró claramente Kevin desde arriba; Joshua contó más tarde que fue muyextraño que pudiera oír esa palabra, dicha en voz queda, pero imponiéndose al alboroto. Fue la únicaque pronunció Kevin mientras duró la matanza. Después, Kevin fijó la vista en su más fiel aliada enel Instituto de Gladstone y le clavó una flecha entre ceja y ceja.Al caer Dana, «Ratón» Ferguson quedó al descubierto en el rincón y, aunque se apresuró aagazaparse detrás de su cuerpo, recibió otra flecha que le perforó un pulmón. Eso le enseñaría a nocompartir los secretos de los virus informáticos con simples ciberaficionados que, en realidad,estaban mucho más interesados por el tiro con arco.Pero, en opinión de Joshua, «Ratón» Ferguson había tenido la idea correcta. Hasta entonces, losesfuerzos de Lukronsky por reunir las delgadas colchonetas azules para hacerse algo así como unescudo con ellas no estaba obteniendo resultados tan apreciables como hubiera ocurrido en laspelículas, y ya habían pasado dos flechas silbando a unos pocos centímetros de su cabeza.Aprovechando que Kevin estaba ocupado en acribillar los poderosos muslos de Soweto Washington,Joshua corrió hacia el rincón donde estaba «Ratón» Ferguson y se hizo un improvisado parapeto conlas colchonetas azules de caucho, los cadáveres de Dana Rocco y Laura Woolford y el cuerpo medioinconsciente y gimoteante de «Ratón» Ferguson, de cuya garganta salían burbujas de aire y sangre.Desde aquel improvisado refugio observó el desenlace mirando por debajo de la axila de LauraWoolford. Hacía calor allí, y se sentía asfixiado por los rancios efluvios del sudor provocado por elmiedo y por un olor nuevo, el de la sangre, todavía más turbador y nauseabundo.Renunciando a un refugio seguro, Greer Ulanov había corrido a colocarse junto a la pared quese hallaba en la vertical misma de la barandilla de la galería, y estaba allí, de pie, seis metros pordebajo de su malevolente Cupido. Por fin había encontrado una bestia negra más odiosa que el fiscalKenneth Starr.-¡Te odio, estúpido cretino! -le gritó-. ¡Espero que te achicharren por esto! ¡O que te inyectenveneno y todos se rían mientras miran cómo la diñas!La suya fue una conversión rapidísima: tan sólo un mes antes había escrito una apasionadaredacción en contra de la pena de muerte.Kevin se inclinó sobre la barandilla, disparó hacia abajo e hirió a Greer en un pie. La flecha loatravesó y se clavó en el parqué, lo que la dejó inmovilizada. Mientras la muchacha, lívida de terror,se esforzaba por arrancar la flecha del suelo, Kevin le atravesó el otro pie. Podía permitirse aquelladiversión: debía de tener aún cincuenta o sesenta flechas.Para entonces los otros heridos se habían arrastrado hasta la pared del fondo, donde sederrumbaron como muñecos de vudú atravesados por alfileres. La mayoría se pegaron al suelo, a finde ofrecer el menor blanco posible. Pero Ziggy Randolph, todavía ileso, avanzó hasta el mismísimocentro del gimnasio y se plantó allí sacando el pecho, con los talones juntos y las puntas de los piesformando un ángulo recto. Moreno y de bellos rasgos, era un muchacho notable, de imponentepresencia, aunque sus modales fueran francamente afeminados. Jamás he sabido con seguridad siaquellos gestos lánguidos eran innatos o estudiados.-¡Khatchadourian! -La voz de Ziggy se impuso al sonido de los sollozos-, ¡Escúchame! ¡Nosigas con esto! Deja el arco en el suelo y hablemos. ¡Muchos de esos chicos morirán si no los atiendeenseguida un médico!Vale la pena recordar aquí que, después que Michael Carneal disparara contra aquel grupo deoración en Paducah, Kentucky, en 1997, un estudiante de último curso del Instituto Heath, unmuchacho muy religioso, hijo de un predicador, llamado Ben Strong, se vio ensalzado de costa acosta del país por haberse adelantado a calmar al autor de los disparos e instarlo a deponer el arma,con lo que corrió un peligro mortal. En respuesta a su petición, según decía la leyenda, Carneal dejócaer su pistola y se derrumbó. Debido a la necesidad de héroes que sentía toda la nación parasucesos así, que, por otra parte, resultaban irremediablemente embarazosos a nivel internacional,aquella historia conoció una gran difusión. Strong mereció una portada en la revista Time y fueentrevistado en la televisión. El hecho de que Ziggy estuviera, tal vez, familiarizado con esa historiapudo darle valor para enfrentarse a su asaltante, y la admiración sin precedentes con que había sidorecibida la pública «salida del armario» de Ziggy en una asamblea anterior aquel mismo semestrepudo también reforzar su fe en la fuerza de persuasión de la oratoria.-Sé que tienes que estar realmente atormentado por algo, ¿vale? -prosiguió Ziggy; la mayoría delas víctimas de Kevin no estaban aún muertas, pero ya había alguno que se compadecía de él-. Estoyseguro de que algo te está destrozando interiormente. Pero ésta no es forma de...Por desgracia para Ziggy, el carácter apócrifo de la seca e impactante frase de Ben Strong -¡Suelta esa pistola, Michael!- no se dio a conocer hasta la primavera de 2000, cuando una demandaincoada por los padres de las víctimas contra más de cincuenta personas -entre las que se contabanpadres, profesores, personal no docente del instituto, otros adolescentes, vecinos, los creadores delos videojuegos «Doom» y «Quake» y los productores de la película The Basketball Diaries- sejuzgó en primera instancia. Entonces Strong reconoció bajo juramento que los medios decomunicación habían «embellecido» el soso relato de lo ocurrido que le había hecho al director delinstituto, un relato que a partir de entonces había cobrado vida propia y lo había atrapado en unamentira que hacía que se sintiera miserable. Por lo visto, cuando nuestro héroe se acercó a él,Michael Carneal ya había dejado de disparar y se había derrumbado, por lo que su rendición no teníanada que ver con ningún elocuente llamamiento arrostrando un peligro de muerte. «Una vez lo hubohecho», testificó Strong, «dejó caer el arma.»Zas, plop. Ziggy retrocedió tambaleándose.Espero no haber referido esta cronología de una forma tan desapasionada que me haga parecerinsensible. Es sólo que los hechos siguen siendo más graves, tienen mayor viveza y mayor relieveque cualquier pequeño dolor individual. Estoy, simplemente, relatando una secuencia deacontecimientos tal como la hilvanó Newsweek.Pero al plagiar esa secuencia no pretendo aportar ninguna intuición especial acerca del estadode ánimo de Kevin, que es el único territorio extranjero en el que no me atrevo a adentrarme. Lasdescripciones de la expresión de nuestro hijo en aquella posición dominante que pongo en labios deJoshua y Soweto se apartan de las aparecidas en los reportajes relativos a sucesos similares. Losmuchachos de Columbine, por ejemplo, estaban enloquecidos: tenían los ojos vidriosos, mostrabanuna sonrisa demente. Kevin, en cambio, fue descrito como «concentrado» e «inexpresivo». Pero ésaes la misma expresión que ponía siempre cuando estaba en el campo de tiro -sólo en el campo detiro, recuerda-, como si él fuera la flecha y descubriera, a través de esa encarnación suya, ladeterminación y la finalidad de las que su personalidad habitual, flemática hasta el exceso, carecíade manera tan singular.Sin embargo, he meditado sobre el hecho de que para la mayoría de nosotros existe una barreradura e infranqueable entre la maldad más imaginativamente descrita y su ejecución en la vida real. Esel mismo muro de sólido acero que se interpone entre la cuchilla y mi muñeca incluso en losmomentos en que mayor es mi desconsuelo. Por tanto, ¿cómo pudo Kevin levantar aquella ballesta,apuntar al esternón de Laura y, después -real, verdaderamente, en el tiempo y en el espacio-, apretarel gatillo que liberó la flecha? La única hipótesis a la que me veo abocada es que descubrió lo queyo nunca he querido descubrir: que no existe ninguna barrera. Que, como en mis viajes al extranjero,en aquel cómico plan con antirrobos de bicicleta e invitaciones en papel y sobres con el membretedel instituto, el hecho en sí de apretar el gatillo puede ser descompuesto en una serie de elementosmás simples que lo constituyen. Puede que no sea mayor milagro apretar el gatillo de una ballesta ode un arma de fuego que alargar la mano para tomar un vaso de agua. Me temo que dar el paso a lo«inconcebible» no requiere más fuerza atlética que cruzar, simplemente, el umbral de una habitaciónordinaria, y que el truco es la voluntad de quererlo. Que ése es el secreto. Como siempre, el secretoconsiste en que no hay secreto. Puede que incluso tuviera ganas de dejar escapar una tonta risita,aunque no es su estilo; los chicos de Columbine se reían tontamente. Porque una vez has averiguadoque no hay nada que pueda detenerte -que la barrera tan aparentemente infranqueable sólo existe en tucabeza-, es posible cruzar una y otra vez el umbral, realizar un disparo tras otro, como si cualquiermequetrefe hubiese trazado una línea en el suelo advirtiéndote que no puedes traspasarla y túdesafiaras retadoramente su prohibición saltando por encima de ella una y otra vez en una especie deburlona danza.Confieso que es esto último lo que más me atormenta, y no tengo metáforas que puedanayudarnos a comprenderlo.Si te parece extraordinario que nadie respondiera a los gritos pidiendo ayuda, ten en cuenta queel gimnasio está aislado y que los rezagados que quedaban en el instituto que admitieron despuéshaber oído voces y gritos provenientes de allí supusieron, razonablemente, que se estaría celebrandoalgún apasionante y competido encuentro deportivo. No se escuchaba ningún ruido revelador dedisparos de arma de fuego. Y la explicación más obvia de la inexistencia de alarma es que, aunquepueda resultar largo explicar lo ocurrido, el pánico en sí no debió de durar más de diez minutos. Bienes verdad que si Kevin había caído en un estado de alteración mental, ése se prolongó bastante másque esos diez minutos.Soweto perdió el conocimiento, y eso fue, probablemente, lo que lo salvó. Mientras Joshuapermanecía inmóvil tras su fortaleza de carne, asediada por una sistemática lluvia de flechas, elefecto combinado de varias de ellas acabó con la vida de «Ratón» Ferguson. Los gritos pidiendosocorro y los gemidos de dolor se vieron reducidos mediante algunos disparos complementarios.Necesitó tiempo, Franklin, tiempo para vaciar de flechas sus dos cubos hasta convertir a sus víctimasescogidas en una serie de erizos. Pero lo peor de aquella horrible sesión de tiro con arco -cuando susvíctimas ya no podían ser consideradas blancos en movimiento- fue cómo cesó. Es sumamente difícilmatar a la gente con una ballesta. Kevin lo sabía. Y, por eso, esperó. Cuando, por fin, a las cinco ycuarenta, un vigilante de seguridad se acercó con su manojo de llaves a cerrar el gimnasio, se vioentorpecido por las cadenas antirrobo, por lo que atisbo el interior por la rendija de la puerta;entonces distinguió el color rojo de la sangre y a Kevin esperando. Por fin se presentó la policía conunas enormes pero inútiles cizallas (que apenas consiguieron mellar las cadenas), por lo que huboque recurrir, finalmente, a emplear una ruidosa sierra eléctrica para metales que escupía montones dechispas. Todo ello requirió mucho tiempo. Kevin lo pasó sentado en la barandilla de la galería, conlos pies hacia fuera, esperando. El hecho es que aquel largo interludio, desde que lanzó su últimaflecha hasta la irrupción a través del vestíbulo de un grupo de asalto de la policía a las seis ycincuenta y cinco, fue uno de esos ratos de inactividad para los cuales siempre le había aconsejado,desde que tenía seis años, que le sería muy útil tener a mano un libro.Laura Woolford y Dana Rocco fallecieron a causa del impacto de las flechas. Ziggy, «Ratón»Ferguson, Denny, Greer, Jeff, Miguel y el empleado de la cafetería murieron como consecuencia dela pérdida de sangre provocada por las heridas que recibieron.

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