6 DE ABRIL DE 2001

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Querido Franklin,  

Cuando salí del coche, el lugar estaba ya repleto de ambulancias y vehículos de la policía. Una banda amarilla marcaba el perímetro. Estaba anocheciendo ya, y los rostros preocupados del personal de los servicios de urgencia estaban iluminados por una macabra mezcla de luces azules y rojas. Camilla tras camilla se alineaban en el terreno; me asustó ver que su hilera parecía no tener fin. Sin embargo, en medio de aquel pandemónium, yo buscaba un rostro familiar que brillara más que las luces de los vehículos de emergencia, y en cuestión de segundos conseguí ver a Kevin. Mi reacción fue típica y tardía. 

Aunque tal vez hubiera tenido problemas con nuestro hijo, me sentí aliviada de ver que estaba vivo. Pero se me negó el lujo de gozarme en mis sanos instintos maternales: me bastó un vistazo para comprender que no caminaba por propia iniciativa por el sendero que salía del gimnasio, sino que era conducido por dos policías y que la única razón de que llevara las manos a la espalda, en vez de estar balanceándolas con la insolente actitud que solía adoptar, era que no tenía otra elección.Me sentí mareada. Por un instante, las luces del aparcamiento se convirtieron para mí en manchas dispersas sin significado, como las que se forman detrás de los párpados cuando uno se restriega los ojos.

-Señora, me temo que tendrá que despejar la zona...

Era uno de los agentes de policía que vinieron a casa cuando el incidente del paso elevado, el más corpulento y cínico de los dos. 

Sin duda, deben de encontrarse con una plétora de padres que los miran con cara de asombro cuando se presentan ante ellos con sus angelitos delincuentes «salidos de buena familia», porque no me pareció que reconociera mi rostro.-Verá... -le respondí, y añadí la demostración de fidelidad más difícil que haya hecho en mi vida-, ese chico es mi hijo.El rostro del agente se endureció. Fue una expresión a la que tendría que acostumbrarme; así como a la más enternecedora, y mucho peor, de «pobre mujer, no sé qué decirle». Pero yo aún no tenía derecho a esta última, y, cuando le pregunté qué había ocurrido, pude ver, por la pétrea expresión de su cara, que, cualquiera que fuese el hecho del que me hacía ahora indirectamente responsable, tenía que ser malo.-Ha habido algunos heridos, señora -fue todo lo que quiso decirme-. 

Será mejor que se dirija ala comisaría. No tiene más que seguir por la 59 hasta la 303 y salir luego por Orangetown Road. Se entra por Town Hall Road. Se lo digo suponiendo que no haya estado allí antes.-¿Po... podría hablar con él?-Tendría que preguntárselo a aquel agente, señora... ¿Lo ve? El de la gorra -me indicó. Y sea presuró a irse.Mientras iba hacia el coche de policía en cuyo asiento trasero había visto que un agente introducía a nuestro hijo empujándolo con la mano encima de su cabeza, me vi obligada a pasar por un calvario de explicaciones, dadas cada vez con creciente fatiga, a una serie de agentes. Entonces entendí por qué San Pedro no pudo resistirse al impulso de negar por tres veces cualquier relación con un paria social acosado por una muchedumbre decidida a lincharlo. Negarlo hubiera sido para mí más tentador que para San Pedro, puesto que, a pesar de lo que pudiera pensar Kevin de sí mismo,no era un mesías.Finalmente, pude arreglármelas para llegar al coche blanco y negro de la policía de Orange town. 

El lema que llevaba en los laterales, COLABORANDO CON LA COMUNIDAD,parecía haber dejado ya de incluirme. No podía ver nada a través de la ventanilla posterior porque me lo impedían los reflejos de las luces en el cristal. Hice, pues, pantalla ahuecando mi mano sobre la ventanilla. Kevin no lloraba ni tenía la cabeza inclinada. Volvió la cara hacia mí y me miró de hito en hito.Había pensado gritarle: ¿Qué has hecho? Pero aquella trillada exclamación hubiera sido auto complacientemente retórica, una forma de reproche materno. No tardaría en conocer los detalles.Y entonces no podía imaginar una conversación que no acabara pareciendo ridicula. Así que nos quedamos mirándonos los dos en silencio. La expresión de Kevin era plácida.Tenía aún rasgos que denotaban determinación, pero éstos habían cedido y dado paso ya a la callada y satisfecha complacencia del que ha completado una tarea bien hecha. Su mirada era singularmente clara -serena, casi apacible-, y reconocí en ella la placidez de la mañana, aunque de aquel desayuno parecían haber pasado diez años. 

Tenemos que hablar de KEvINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora