9 p. m. (de vuelta en casa)

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La camarera era tolerante, pero el Café Bagel se cerraba. Y la escritura de impresora puede que sea impersonal, pero resulta más fácil de leer. Por eso me preocupa que todo el largo pasaje anterior manuscrito puedas haberlo recorrido mirando sólo por encima, leyendo a toda prisa. Y me preocupa que, al leer la palabra «Chatham» al principio, no hayas podido pensar en otra cosa y que, por una vez, no te hayan interesado mis sentimientos hacia los Estados Unidos. Chatham. ¿Quieres saber si voy a Chatham?

Pues sí. Voy siempre que tengo la oportunidad. Afortunadamente, esos viajes cada dos semanas al Reformatorio Juvenil de Claverack tienen que ajustarse a un horario de visitas tan restrictivo que no me dejan libertad de elección para ir una hora más tarde u otro día. Salgo exactamente a las once y media, porque es el primer sábado del mes y debo llegar inmediatamente después del segundo turno de almuerzo, a las dos de la tarde. Trato de no reflexionar demasiado acerca de si temo verlo o, lo que es mucho menos probable, lo deseo. Simplemente, voy.

¿Te asombras? No deberías. Es mi hijo, y una madre debe visitar a su hijo preso. He tenido incontables fallos como madre, pero siempre me he ajustado a las normas. Uno de mis errores, demis muchos errores, fue seguir al pie de la letra la ley no escrita de la paternidad. Eso se puso en evidencia durante el juicio, durante la demanda civil. Me consternó ver lo fría que parecía sobre el papel. Vince Mancini, el abogado de Mary, me acusó ante el tribunal de visitar a mi hijo con tanta diligencia en el lugar donde se hallaba detenido durante el juicio sólo porque preveía que me demandarían por negligencia en su educación. Decía que estaba haciendo teatro mientras presentaba petición tras petición al tribunal en favor de mi hijo. 

Por supuesto, el problema con la jurisprudencia es que en ella no caben sutilezas. Mancini no andaba desencaminado del todo. Puede que en aquellas visitas hubiera algo de teatro. Pero continúan ahora que nadie se fija en ellas porque, si trato de demostrar que soy una buena madre, lo hago, llena de desaliento, para mí.

El propio Kevin ha mostrado su sorpresa por mis persistentes visitas, lo que no significa, por lo menos al principio, que lo complacieran. 

En 1999, a sus dieciséis años, estaba aún en esa edad en que resulta embarazoso que te vean con tu madre; ¡cuán agridulce es que semejantes clichés acerca de los adolescentes persistan incluso cuando se enfrentan al más adulto de los problemas! Y en aquellas primeras visitas parecía ver mi presencia como una acusación, de forma que si decía una sola palabra se enfurecía. No parecía darse cuenta de que era yo quien debía sentirse enfurecida por sus culpa.

Pero, en la misma línea, he notado que, cuando un coche está a punto de atropellarme en un paso cebra, es frecuente que su conductor se dirija a mí -furioso, gesticulante, maldiciente-, a mí, la casi atropellada, olvidando que era yo quien tenía preferencia en el cruce. Esta es una dinámica muy habitual en los enfrentamientos con conductores varones, que parecen tanto más indignados cuanta menos razón tienen. 

Pienso que el razonamiento emocional, si puede llamársele así, sigue esta secuencia: haces que me sienta mal; sentirme mal me saca de mis casillas; por consiguiente, tú me sacas de mis casillas. Si yo hubiera tenido por aquel entonces la suficiente serenidad para captar la primera parte de esa secuencia, podría haber vislumbrado un destello de esperanza en la instantánea indignación de Kevin. Pero, en aquel entonces, su ira, simplemente, me engañó. 

¡Me parecía tan injusta...! Las mujeres tendemos más hacia la pena, y no sólo en cuestiones de tráfico. Así que me culpaba, y él también. Me sentía como si todo se confabulara contra mí.

Por esa razón, al principio de estar Kevin en la cárcel no conversábamos, en realidad. El mero hecho de tenerlo delante hacía que me flaquearan las fuerzas. Me dejaba incluso sin energía para llorar, unas lágrimas que, por otra parte, no hubieran servido de nada. A los cinco minutos, con voz ronca, le preguntaba, por ejemplo, qué tal era la comida, y él me miraba con un incrédulo desconcierto, como si en aquellas circunstancias mi pregunta fuera absurda; y, sin duda, lo era. 

Tenemos que hablar de KEvINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora