8 DE MARZO DE 2001

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Querido Franklin,

¡Dios mío, ha habido otra matanza! Hubiera debido darme cuenta el lunes por la tarde, cuando

noté que, de pronto, mis compañeros de trabajo trataban de evitarme.

Lo consabido. En un barrio residencial de los alrededores de San Diego, en California, Charles

«Andy» "Williams -un chico de quince años, blanco, escuchimizado, de aspecto apocado, labios

finos y cabellos enmarañados como el pelo de una vieja moqueta-, se presentó en el Instituto de

Santana con un rifle del calibre 22 en la mochila. Se escondió en el aseo de los chicos, donde abatió

a dos de sus condiscípulos, y luego se dirigió al vestíbulo; allí se puso a disparar a diestro y

siniestro contra todo bicho viviente. Murieron dos estudiantes, y otros trece resultaron heridos. Luego

volvió a ocultarse en los aseos, donde la policía lo encontró temblando de miedo y apuntando con el

arma a su cabeza. Repetía lloriqueando, por más que no viniera a cuento: «He sido yo, sólo yo.» No

ofreció resistencia cuando lo detuvieron. Ni que decir tiene a estas alturas que acababa de romper

con su novia, una cría de apenas doce años.

Curiosamente, en los informativos del lunes por la noche algunos de sus compañeros

describieron al autor de la matanza como un «pobre desgraciado», menospreciado por la mayoría de

sus condiscípulos, que lo consideraban «un bicho raro y patoso» y la habían tomado con él, mientras

que otros afirmaron que tenía muchos amigos, que ni muchísimo menos podía decirse de él que fuera

víctima de la malevolencia de sus condiscípulos o que éstos lo marginaran, y que, de hecho, todo el

mundo lo apreciaba. Debió de temerse que estos últimos testimonios confundieran al público

estadounidense, pues en el reportaje que dedicó el telenoticias de la noche a la matanza, el cual se

proponía responder a todos los «porqués», se eliminaron las intervenciones que aseguraban que su

autor «gozaba del aprecio general». Y es que, si «Andy» Williams no había sido víctima de los

matones de su instituto, no cabía aducir, para explicar su crimen, la interpretación hoy en boga de que

las matanzas como la que perpetró son una «venganza de los rechazados», interpretación que trata de

convencernos de que la prevención de hechos similares no se basa en ejercer un control más riguroso

de las armas de fuego, sino en tratar de entender, y paliar, los sufrimientos de los adolescentes

marginados.

En consecuencia, aunque «Andy» Williams es hoy casi tan famoso como el cantante homónimo,

dudo mucho que haya en este país ninguna persona que se considere bien informada capaz de decir el

nombre de uno, siquiera, de los dos chavales a los que mató, dos adolescentes cuya única culpa fue

tener que ir al lavabo una mañana en la que el resto de sus condiscípulos, más afortunados, no

sintieron necesidades fisiológicas durante la clase de geometría. Se trata de Brian Zuckor y Randy

Tenemos que hablar de KEvINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora