2 DE DICIEMBRE DE 2000

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Querido Franklin,

Me he instalado en una pequeña cafetería de Chatham; lo cual es el motivo de que esta carta te llegue escrita a mano; bien es cierto que siempre has sido capaz de descifrar mis garabatos en las postales, con las que te he dado un tremendo montón de práctica. 

La pareja que ocupa la mesa de al lado está manteniendo una larga discusión acerca del proceso de recuento de los votos por correo en el condado de Seminóla: es la clase de minucia que parece consumir el tiempo de las personas de este país, puesto que todo el mundo a mi alrededor da la impresión de haberse convertido en un pedante experto en procedimientos electorales. Aun así, me deleito en su acaloramiento como si estuviera delante de una estufa de leña. Mi propia apatía es escalofriante.

El Café Bagel es un establecimiento hogareño, y no creo que a la camarera le importe que me tome sin prisas una taza de café junto a mi cartapacio de papelorio legal. 

Chatham es, también, un lugar acogedor, auténtico, con ese pintoresquismo de la América Media que ciudades más prósperas, como Stockbridge y Lenox, gastan mucho dinero en aparentar. Su estación de ferrocarril sigue recibiendo trenes. Su principal calle comercial muestra el tradicional repertorio de establecimientos: librerías de lance (llenas de todas aquellas novelas de Loren Estleman que tú devorabas), panaderías donde venden bollos integrales con los bordes tostados, tiendas de objetos y ropa de segunda mano vendidos con fines benéficos, un cine en cuya marquesina puede leerse «theatre» en lugar de «theater», según la presunción pueblerina de que la grafía británica es más sofisticada que la estadounidense, y una licorería en la que, junto a las botellas mágnum de Taylor para los locales, se encuentran algunos tintos o claretes californianos de precio sorprendentemente caro para los foráneos. Los habitantes de Manhattan con segundas residencias aquí mantienen viva esta desordenada aldea ahora que han cerrado la mayoría de las industrias locales, así como los veraneantes y, evidentemente, el reformatorio juvenil situado a las afueras.

No hace falta que te diga que iba pensando en ti mientras conducía hacia aquí. 

A manera de contrapunto, trataba de recordar la clase de hombre que, antes de que nos conociéramos, pensaba que acabaría encontrando. Aquella representación mental estaba formada, sin duda, por fragmentos de las imágenes de los novietes que me había ido echando durante mis andanzas, y de los que tanto te habías choteado. Algunos de mis enamorados eran muy sentimentales, aunque, cuando una mujer emplea el adjetivo sentimental para describir a un hombre, la relación está condenada al fracaso.

Si todo ese surtido de acompañantes ocasionales en Arles o en Tel Aviv indicaba alguna tendencia (lo siento por los «perdedores»), el hecho es que estaba destinada a sentar la cabeza con un tipo ásperamente cerebral cuyo lábil metabolismo consume platos a base de garbanzos a ritmo feroz. Codos prominentes, pronunciada nuez, finas muñecas. Un vegetariano radical) en suma. Y un individuo angustiado, que lee a Nietzsche y lleva gafas, alienado de su época y despreciativo del automóvil. Amante del ciclismo y el montañismo. 

Con una profesión marginal -alfarero, tal vez-, aficionado a las maderas finas y los jardines con hierbas aromáticas y medicinales, cuyas aspiraciones a llevar una vida sin pretensiones de trabajo físico y contemplación de largas puestas de sol sentado en un porche se ven de algún modo desmentidas por la ira con que rompe y lanza al interior de un bidón vacío las piezas de cerámica que le han salido defectuosas. 

Contemplativo, con cierta debilidad por la marihuana. Con un solapado, pero implacable, sentido del humor, y una risa seca y distante. Le gustan los masajes en la espalda, el reciclaje y la música de sitar, y flirtea con el budismo, que, afortunadamente, no acaba de convencerlo. Amigo de vitaminas, jugar al cribbaje, los filtros de agua y los filmes franceses. Un pacifista con tres guitarras, pero sin televisor, con desagradables asociaciones mentales con los deportes de equipo desde que en la infancia todos lo tomaban como cabeza de turco. Un tanto susceptible a causa de las entradas de su cabello; una coleta morena le cae sobre la espina dorsal. Tez vulgar, olivácea, de apariencia casi enfermiza. Tierno y susurrante cuando hace el amor. Lleva colgando del cuello un curioso talismán de madera del que nunca habla, pero del que jamás se desprende, ni siquiera para bañarse. Tiene diarios que una no debe leer, llenos de morbosos recortes de prensa que ilustran en qué mundo tan horrible vivimos.

Tenemos que hablar de KEvINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora