19 DE ENERO DE 2001

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Querido Franklin,

Así que ya lo sabes. Cuando corrí hacia él, tenía la esperanza de que no se hubiera hecho nada -no se apreciaba señal alguna en su cuerpo- hasta que lo hice rodar sobre sí mismo y pude ver el brazo sobre el quehabía caído. 

Su antebrazo debió de chocar con la mesa en que lo cambiaba cuando, como comentaste después bromeando, nuestro hijo realizó su primer intento de levantar el vuelo. Sangraba y lo tenía un poco torcido e hinchado en el centro, donde algo blanco sobresalía de él. Sentí que me mareaba. ¡Lo siento! ¡Lo siento! ¡Lo siento muchísimo!, murmuré. Pero, aunque me temblaban las piernas y me embargaba el remordimiento, todavía sentía la embriaguez de un momento que quizá desmienta esa presunta incapacidad mía para comprender lo que ocurrió aquel jueves que tan pagada me hace sentirme de mí misma. Ahora que había pasado, estaba asustada. Pero en el punto culminante de aquel momento experimenté una sensación de inefable felicidad. Al tirar a nuestro hijo igual que si hubiera sido un fardo, sin mirar dónde podía caer, deseosa tan sólo de arrojarlo lejos de mí, me dejé llevar irresponsablemente, como Violetta, por el ansia de arrancarme con las uñas un torturante prurito crónico.

Antes de que condenes irremisiblemente mi proceder, te ruego que trates de comprender lo mucho que me había esforzado en ser una buena madre. Pero intentarlo no quiere decir serlo, del mismo modo que querer pasar un rato agradable no significa que lo pases. Desoyendo mis más íntimos impulsos, desde el mismo instante en que lo tuve sobre mi pecho seguí fielmente la tónica de abrazar a mi bebé tres veces al día, como promedio, de admirar dos veces, por lo menos, cualquier cosa que dijera o hiciera, y de salmodiar Te quiero, cariño o Papá y yo te queremos muchísimo con la predecible regularidad de las profesiones litúrgicas de fe. Pero el uso obsesivamente estricto de los sacramentos acaba convirtiéndolos en pura rutina. Y, además, durante seis largos años, del mismo modo que las emisoras de radio que emiten en directo las opiniones de sus oyentes esperan unos segundos antes de lanzarlas a las ondas, a fin de evitar que se cuele alguna expresión obscena, o comentarios calumniosos o contrarios a la política de la empresa, antes de ponerme a despotricar contaba hasta veinte. Tanto refrenarse tiene un coste: me convertí en una mujer distante, titubeante, torpe.

Cuando levanté el cuerpo de Kevin, impulsada por aquel subidón de adrenalina, tuve la sensación de haber recuperado la gracia de los movimientos y la seguridad en mí misma, porque por fin se daba una confluencia espontánea entre lo que sentía y lo que hacía. Ya sé que no está bien admitirlo, pero la violencia doméstica no es del todo inútil. No obstante su crudeza y su salvajismo, rasga el velo de civilización que se interpone entre nosotros y los demás al mismo tiempo que hace posible nuestra vida. Tal vez sea un pobre sucedáneo de la clase de pasión que nos gusta ensalzar, pero el amor real tiene más en común con el odio y la rabia que con la simpatía o la urbanidad.

Durante dos segundos sentí a la vez que había recuperado mi verdadero yo y que me comportaba realmente como la madre de Kevin Khatchadourian. Me sentí muy próxima a él. Sentí que la vuelta de mi yo -de mi auténtico yo, sin censuras ni recortes- hacía que por fin nos comunicáramos.

Mientras le retiraba de la húmeda frente un mechón de cabellos, los músculos de su rostro se agitaban violentamente: apretaba los párpados y su boca se contraía en una mueca que parecía casi una sonrisa. Ni siquiera lloró cuando fui a buscar el New York Times de aquella mañana y se lometí, doblado, debajo del brazo. Sosteniendo el periódico bajo su antebrazo -recuerdo aún el titular que se leía a la altura de su codo: «La mayor autonomía para los Estados bálticos causa recelo en Moscú»-, lo ayudé a ponerse de pie y le pregunté si le dolía algo más; negó con la cabeza. Intenté cogerlo en brazos, pero volvió a decirme que no con la cabeza; prefería andar. Fuimos juntos, poco a poco, hasta el teléfono. Es posible que se enjugara alguna lágrima mientras yo no miraba, porque era tan poco amigo de manifestar a las claras sus sufrimientos como de aprender a contar.

Tenemos que hablar de KEvINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora