Querido Franklin,
Esta mañana, al llegar a la oficina, no pude menos que intuir, a causa del evidente mal humor de los demócratas, que el «caso Florida» había acabado. El aire de derrota en ambos campos me recuerda la depresión posparto.
Pero, por muy desolados que estén mis compañeros de trabajo, sin importar su color político, por la conclusión de un rifirrafe tan estimulante, yo lo estoy aún más, pues ni siquiera puedo compartir la sensación de pérdida que los une. Corregida y aumentada, esta soledad mía debe de asemejarse a la que experimentó mi madre al final de la guerra, porque mi cumpleaños, el 15 de agosto, coincide con el Día de la Victoria contra el Japón, cuando Hirohíto difundió por la radio su mensaje de rendición. Por lo visto, las enfermeras estaban tan eufóricas, que ni siquiera se molestaron en comprobar la frecuencia de sus contracciones. Y, al escuchar el estampido de las botellas de champán que descorchaban, debió de sentir también la tristeza de la exclusión. Los maridos de muchas de aquellas enfermeras regresarían a casa, pero mi padre no volvió. Aunque el resto del país hubiera ganado la guerra, los Khatchadourian de Racine, Wisconsin, la habían perdido.
Más tarde, debió de sentirse igualmente ajena a los sentimientos que pretendía transmitir la empresa de tarjetas comerciales de felicitación en la que entró a trabajar (nada menos que Johnson Wax). Tiene que resultar extraño ensobrar felicitaciones para los aniversarios de los demás y no necesitar deslizar una en tu bolso cuando se acerca la fecha en tu propio hogar. No sé si debo alegrarme de que aquel trabajo le diera la idea de montar su propio negocio de tarjetas de felicitación hechas a mano, que le permitió retirarse para siempre a la Enderby Avenue. Pero sí diré que la tarjeta con la frase «En el nacimiento de tu primer hijo» que hizo ex profeso para mí -con capas de papel de seda en tonos degradados azules y verdes- era francamente preciosa.
De hecho, cuando se me despejó la cabeza en el Hospital Beth Israel, me acordé de mi madre y me sentí una ingrata. Mi padre no había podido apretar su mano como habías hecho conmigo. Y yo, a pesar de haber sentido el contacto de un marido vivo, reaccioné estrujándotela con todas mis fuerzas a fin de hacerte daño.
Aunque es bien sabido que las parturientas suelen mostrarse agresivas e insultantes, debo reconocer que me pasé de la raya al llegar la hora de la verdad, y lo lamento. Pero al punto me avergoncé y te besé. Eso ocurrió antes de que los médicos colocaran inmediatamente al recién nacido, aún cubierto de sangre, sobre el pecho de su madre, por lo que dispusimos de unos minutos mientras le ataban el cordón umbilical y lo lavaban.
Estaba nerviosa, y no paraba de acariciar y apretar tu brazo y de apoyar mi frente en el suave hueco de tu codo. Aún no había tenido en brazos a nuestro hijo.
Pero no me libraría del anzuelo con tanta facilidad. Hasta el 11 de abril de 1983 me había envanecido de ser una persona excepcional.
Pero desde el nacimiento de Kevin estoy cada vez más convencida de que todos estamos cortados, más o menos, por un mismo patrón. (Por lo tanto, pensar que uno es algo fuera de lo común debe de ser más la regla que la excepción.) Tenemos una idea clara de la actitud que se espera de nosotros en determinadas situaciones, así como de que, a veces, incluso se confía en que iremos más allá de lo que cabría esperar. Son verdaderas exigencias. Algunas resultan nimias: si nos dan una fiesta por sorpresa, nos mostraremos gratamente sorprendidos. Pero otras son importantes: si muere uno de nuestros padres, tendremos que sentir un gran pesar.
Sin embargo, al mismo tiempo, puede embargarnos el íntimo temor de no estar a la altura de esas expectativas cuando llegue el momento decisivo. De que recibamos, por ejemplo, la fatal llamada telefónica que nos anuncia la muerte de nuestra madre y no sintamos nada. Me pregunto si ese silencioso e inexpresable temor no será más agudo aún que el miedo a que nos den una mala noticia, si lo que tememos de veras no será descubrir que somos unos monstruos. Puede que te parezca sorprendente, pero mientras duró nuestro matrimonio había una cosa que me daba un miedo terrible: que te sucediera algo irremediable y quedara destrozada. Pero ese miedo iba siempre acompañado por una extraña duda, por un temor subyacente, por así decirlo: ¿y si no era así?, ¿y si esa misma tarde cambiaba bruscamente de humor y me iba a jugar un partido de squash?
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Tenemos que hablar de KEvIN
Mistero / ThrillerEs una novela escrita por Lionel Shriver en el año 2003. Centrada en Kevin Katchadourian, un adolescente responsable de varios asesinatos en su escuela, está narrada en forma de novela epistolar desde la perspectiva de su madre, Eva. En 2011 fue ada...