1 DE ENERO DE 2001

247 9 0
                                    

Querido Franklin,

Llámalo un propósito de Año Nuevo, ya que durante mucho tiempo, muchísimo, me morí de ganas de decírtelo: odiaba aquella casa. La odié en cuanto la vi. Y no pude sobreponerme a aquel odio. Cada mañana, al despertarme, cuando veía sus lisas superficies, las ingeniosas características de su diseño, sus elegantes contornos horizontales, la odiaba aún más. 

Reconozco que la zona de Nyack, boscosa y a orillas del Hudson, fue una buena elección. Optaste, amablemente, por el condado de Rockland, en Nueva York, en vez de hacerlo por algún lugar en Nueva Jersey, un estado en el que hay, sin duda, muchos sitios encantadores donde vivir, pero que tiene unas connotaciones que habrían acabado conmigo. 

La población de Nyack estaba integrada racialmente y, a primera vista, parecía, al igual que Chatham, una ciudad de clase media baja y un tanto desaliñada, aunque, al contrario que en esta última, aquel aspecto poco pretencioso y desgalichado era pura ilusión, pues la mayoría de las personas que se habían instalado allí en las últimas décadas estaban podridas de dinero. No obstante el permanente atasco que provocan en su calle Mayor los Audi y los BMW, sus vinotecas y sus restaurantes donde sirven fajita, llenos a rebosar a pesar de sus precios astronómicos, y las casitas bajas de chilla de dos dormitorios de las urbanizaciones periféricas, que no comprarás por menos de setecientos mil dólares, la única pretensión de Nyack es carecer de pretensiones. 

Contrasta de un modo notable, pues, con Gladstone, que no es más que una ciudad dormitorio relativamente nueva situada más al norte, cuyo pequeño centro urbano -con falsas farolas de gas en las calles, cercas de troncos sin desbastar y comercios con rótulos como La Antigua Sandwichería- es el paradigma de la cursilería.

De hecho, ya se me cayó el alma a los pies cuando enfilaste por primera vez con la camioneta la larga y pomposa Palisades Drive. No habías querido decirme nada acerca de la finca, para que mi «sorpresa» fuera mayor. Y, desde luego, fue mayúscula. Me encontré ante un amplio edificio de cristal y ladrillo color arena, de un solo piso y con el techo plano, que, a primera vista, parecía la sede de alguna organización no gubernamental dedicada a la resolución de conflictos, una de esas entidades con más dinero que proyectos en que invertirlo, y que se dedican a conceder «premios de la Paz» a Mary Robinson y Nelson Mandela.

¿Acaso no habíamos hablado nunca de mis deseos? Por fuerza tenías que conocer mis preferencias. La casa de mis sueños debía ser antigua, victoriana. Y grande, sin duda, pero no a lo ancho, sino a lo alto: tres plantas y buhardilla; y debía estar llena de rincones y de grietas; y contar con estructuras cuya finalidad originaria hubiera quedado obsoleta: chozas para los esclavos y cobertizos para los aperos, sótanos para guardar las patatas y otros tubérculos, cuarto de ahumar, montaplatos y atalayas. 

Una casa que se cayera a pedazos, que rezumara historia y de la que se desprendieran los tejamaniles; que exigiera improvisadas reparaciones sabatinas de su desvencijada balaustrada mientras por las escaleras subía el apetitoso olor de las empanadas que se enfriaban en las encimeras de la cocina. La amueblaría con sofás de segunda mano de descolorida y raída tapicería estampada con motivos florales, cortinas, también de segunda mano, con alzapaños de pasamanería, aparadores de caoba tallada con espejos de cristal moteado. Junto al columpio del porche crecerían geranios plantados en un viejo cubo de ordeñar de estaño. 

Nadie enmarcaría nuestros edredones ni pediría por ellos miles de dólares en una subasta por ser tempranos y raros ejemplos del arte textil norteamericano, ya que los echaríamos sobre nuestras camas y los usaría moshasta desgastarlos. Y, al igual que la lana cría pelusilla, la casa entera tendería a acumular trastos viejos: una bicicleta con las zapatas de los frenos gastadas y una cámara desinflada, sillas cuyos respaldos habían de ser encolados de nuevo, una vieja rinconera de excelente madera, pero pintada de un chillón azul vivo, acerca de la cual diría siempre que quería devolverle su color original, pero sin poner nunca manos a la obra.

Tenemos que hablar de KEvINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora