17 DE ENERO DE 2001

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Querido Franklin,

Siento haberte dejado en la incógnita; pero es que siempre me ha dado vergüenza explicar aquel incidente. De hecho, esta mañana, en el coche, camino del trabajo, me ha vuelto de pronto a la memoria otra imagen del juicio. Técnicamente, cometí perjurio. 

No me pareció que debiera confesarle a aquella juez de ojos pequeños, redondos y brillantes (un defecto congénito que nunca había visto antes, unas pupilas extremadamente pequeñas, daba a su rostro la expresión desconcertada e insensata de un personaje de dibujos animados al que acabaran de sacudirle en la cabeza con una sartén) lo que durante una década le había callado a mi propio marido.

-Dígame, señora Khatchadourian, ¿le pegaron, usted o su marido, alguna vez a su hijo? -me preguntó el abogado de Mary al tiempo que se inclinaba, amenazador, sobre el banquillo.

-La violencia sólo le enseña a un niño que la fuerza física es un método aceptable para salirte con la tuya -recité.

-El tribunal no puede menos que estar de acuerdo en eso, señora Khatchadourian, pero es muy importante que aclaremos ese punto para que conste en acta en términos inequívocos: ¿Maltrataron, física o psíquicamente, a Kevin, usted o su marido, mientras lo tuvieron a su cargo?

-No, nunca -respondí con firmeza, y después murmuré, por añadidura-: No, nunca.

Lamenté la repetición. Hay algo de marrullería en toda afirmación que te sientes obligado a hacer dos veces.

Cuando bajaba del banquillo, se me enganchó un zapato en un clavo del entarimado, que arrancó su tacón de goma negra. Mientras regresaba a mi asiento cojeando, pensé que más valía un tacón roto que una larga nariz de madera.

Pero guardar secretos es una disciplina. Nunca me consideré buena mentirosa, pero, tras haber adquirido cierta práctica, adopté el credo del prevaricador de que, más que inventarte mentiras, te casas con ellas. No está bien traer al mundo una buena mentira y abandonarla luego caprichosamente; al igual que toda relación que implica un compromiso, debe ser mantenida, y con mucha mayor devoción que la propia verdad, que tiene la cualidad de ser verdadera de por sí, sin necesidad de ayuda. Mi mentira, por el contrario, me necesitaba tanto como yo a ella, y por eso exigía la constancia del vínculo matrimonial: hasta que la muerte nos separe.

Sé que los pañales de Kevin te avergonzaban, por más que, desgraciadamente, a él no parecieran hacerlo. Tras usar la talla super grande mucho más tiempo de lo normal, tuvimos que pedir por correo los pañales médicos utilizados por los adultos con incontinencia de orina. Por muchos tolerantes manuales para padres que hubieras leído, seguías mostrando una anticuada masculinidad que me resultaba sorprendentemente atractiva. 

No querías que nuestro hijo fuera afeminado, ni que se convirtiera en fácil blanco de las burlas de sus compañeros, ni que aprovechara el inconfundible bulto de los pañales bajo sus pantalones para aferrarse a un infantilismo que ya no le correspondía por la edad. «¡Ufi», gruñías cuando Kevin ya se había acostado. 

«¿Por qué no se chupa, simplemente, el pulgar?»

Sin embargo, tú también tuviste una larga batalla infantil con tu melindrosa madre acerca de la descarga del agua de la cisterna, porque la taza del retrete se desbordó en cierta ocasión, y cada vez que tirabas de la cadena te aterraba la idea de que grumos de heces empezaran a derramarse sin parar por el borde de la taza y fueran llenando el suelo del cuarto de baño en una especie de versión es catológica de El aprendiz de brujo. 

Estaba de acuerdo contigo en que era muy triste que los niños pudieran llegar a tener terribles neuras a propósito del pis y la caca, con la innecesaria angustia que ello conllevaba, así que decidimos seguir la moderna teoría de permitir que los niños no utilicen el orinal y el retrete hasta que ellos lo decidan. No obstante, los dos estábamos cada vez más desesperados. 

Tenemos que hablar de KEvINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora