6 DE ENERO DE 2001

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Querido Franklin,

El Colegio Electoral acaba de certificar el triunfo del candidato republicano a la presidencia, así que estarás contento. Pero, a pesar de tus actitudes machistas y de tu trasnochado patriotismo, en lo tocante a la paternidad has sido siempre un buen liberal, tan firme en tu rechazo de los castigos corporales y los juegos y los juguetes que fomentaran los sentimientos violentos como lo exigían los tiempos. Que conste que no me burlo de ti, sino que me pregunto, simplemente, si también recuerdas todas las precauciones que tomamos y tratas de comprender en qué nos equivocamos.

Para mi revisión de la manera como habíamos educado a Kevin conté con la ayuda de expertos de sólida formación legal.

-Señora Khatchadourian -me preguntó Harvey cuando me senté en el banquillo-, ¿tenían prohibidas sus hijos las armas de juguete?

-Sí, aunque para lo que sirvió...

-¿Y vigilaban los programas de televisión y los vídeos que veía Kevin?

-Procurábamos evitar que viera todo lo que fuera demasiado violento o sexualmente explícito, sobre todo, cuando era pequeño. Por desgracia, eso significaba que mi marido no podía ver la mayoría de sus programas favoritos. Pero tuvimos que hacer una excepción.

-¿Qué excepción?

De nuevo un gesto de enojo; aquello no figuraba en el guión.

-El Canal de Historia.

Risitas ahogadas; yo actuaba para el gallinero.

-La cuestión -prosiguió Harvey tratando de contener la risa- es que hicieron todos los esfuerzos posibles para procurar que su hijo estuviera a salvo de cualquier influencia nefasta, ¿verdad?

-En casa, sí -dije-. Aunque sólo son unos cientos de metros cuadrados en medio de un planeta. Pero, incluso allí, yo no estaba a salvo de la posible influencia nefasta que Kevin pudiera ejercer sobre mí. Harvey hizo una pausa para respirar. Se me ocurrió que algún experto en medicina alternativa debía de haberle enseñado aquella técnica.

-En otras palabras, usted no tenía forma de controlar con qué jugaba Kevin, o qué veía, cuando estaba en las casas de sus amigos, ¿verdad?

-Francamente, los otros chicos raramente invitaban a Kevin a su casa más de una vez.

Intervino la juez:

-Señora Khatchadourian, limítese, por favor, a contestar a la pregunta.

-Bueno..., sí..., supongo que sí -respondí en tono cansino. Empezaba a aburrirme.

-¿Y qué me dice de Internet? -siguió Harvey-, ¿Permitían que su hijo viera las páginas que deseara, incluso las violentas y las pornográficas?

-Verá, instalamos todo el sistema de controles posible, pero Kevin sólo tardó un día en desactivarlo. -Chasqueé los dedos en el aire, con gesto de desaliento. Harvey me había prevenido contra la tentación de mostrar el más mínimo indicio de que no me tomaba el proceso en serio, y aquel juicio hacía que aflorara mi vena más perversa. Pero mi principal problema era que me aburría soberanamente lo que ocurría en la sala. En cuanto volvía a sentarme a la mesa de la defensa, los párpados se me cerraban y la cabeza me caía sobre el pecho. Así que, más que nada para mantenerme despierta, añadía por mi cuenta aquella clase de comentarios, que la juez (una mujer mojigata y severa, que me recordaba a la doctora Rhinestein) ya me había pedido que evitara-. 

Para cuando cumplió los once o doce años -añadí-, ya era demasiado tarde. Me refiero a la prohibición de las armas de juguete y a los controles del ordenador. Los niños viven en el mismo mundo que nosotros.

Tenemos que hablar de KEvINDonde viven las historias. Descúbrelo ahora