Capítulo XXVII

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Siempre creí que el dolor era aquello que se siente cuando te golpeas; cuando estás leyendo y al pasar la página te haces un pequeño corte en el dedo; cuando intentas prender la estufa y te quemas con la flama del encendedor. Pero estaba equivocada. Muy, muy equivocada. Todas esas sensaciones no son dolor, son punzadas insignificantes. 

¿Quieres saber realmente qué es el dolor?

Perder a tu madre. 

A lo largo de la vida aprendí que todas las personas que se crucen en tu camino—novios, amigos, vecinos, conocidos, o lo que sea— intentarán engañarte con lindas mentiras: Siempre estaré ahí para ti; puedes contar conmigo para lo que sea; nunca me iré de tu lado; entre otras repulsivas falacias. La realidad, es que llegará un punto en el que todos ellos te fallen o se marchen. Y la única persona que permanecerá contigo para apoyarte,  y dará lo mejor de si para ti, será tu madre. 

Desde que somos bebés a ellas no les importa pasar noches en vela por cuidarnos, o fingir que no están enfermas con tal de seguir jugando con nosotros. Nos regalan el último bocado de su postre, y nos regañan cuando estemos haciendo mal las cosas. Pero todo lo que ellas hacen y dicen es por amor. Una madre es la única mejor amiga que estará contigo por siempre, no importa cuántas veces le falles o la saques de quicio, ella nunca se irá de tu lado porque lo desea. 

Ella sólo se marchará cuando la muerte la envuelva con su velo. 

A mi madre le arrancaron la vida anoche.

No tuve una última oportunidad de decirle cuánto la amo.

Y me arrepentiré de ello toda la vida.

* * *

El lugar huele a una mezcla de incienso y café. Las personas platican entre susurros, temerosas de que sus voces puedan quebrantar la tranquilidad a la que mi padre y yo estamos obligados a demostrar. No lloramos, no sollozamos, no respiramos con pesadez. Simplemente estamos sentados en una de las habitaciones de la funeraria, donde se encuentra el resto de los supuestos dolientes. 

Han sido varias las personas que se han animado a ir a ver al cuerpo de mi madre, el cual yace en un ataúd negro rodeado por ramos y coronas de claveles blancos. Así como ella lo deseaba. Así como me lo dijo antes de que sucumbiera a su enfermedad.

La sala anexa está parcialmente oscura; tres docenas de velas alumbran a la mujer que cerró sus ojos para siempre. He intentado ir ahí durante casi media hora, pero mis piernas se petrifican apenas intento ponerme de pie. Es como si mi cuerpo supiese lo que ese sitio me depara; se niega a cooperar, no quiere que vaya al único lugar donde quise termine de romperme. 

El dolor se arremolina en mi pecho y me apretuja el corazón. Siento que la vida se me escapa de a poco con cada una de mis exhalaciones. El martirio es casi insoportable. Me atormenta ver el rostro demacrado de mi padre, quien lloró toda la noche desde que encontró el cuerpo de mi madre tendido en la cama que un día compartieron. Sin embargo, ambos estamos obligados a ser fuertes. Quizá es un poco egoísta, pero a ninguno de los dos le gusta demostrar su dolor al mundo. 

Me levanto de mi asiento y le dedico una mirada a mi padre, quien comprende lo que transmito a través de mi semblante. Camino en dirección contraria a la sala donde se encuentra el ataúd de mi madre. Me alejo sin intenciones de mirar atrás o intercambiar falsas sonrisas con los presentes. Me dirijo al pequeño jardín donde reside el área para los fumadores. Y no hay nadie, como lo esperaba. 

El lugar consiste en un pequeño rectángulo de pasto con dos bancas a cada costado y una pequeña fuente vacía de concreto en el centro. Me siento en la banca de la izquierda, en un vano intento por olvidar las palabras de

A través de una fotografíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora