Capítulo 12: Locura de poder

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Johannesburgo, Sudáfrica

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Johannesburgo, Sudáfrica. Treinta y dos horas de vigilia.

Una voz sabia decía que el ser humano era un cúmulo de imperfecciones, pero que solo bastaba con una minucia de esperanza para conseguir lo imposible aun teniendo tantas posibilidades de fracaso. Todo empezó por un único hombre, que pintó cada trozo de su piel con la siguiente frase: «No moriré dormido». El señor tenía la piel mortecina y una mirada cadavérica, como si hubiera visto el más allá con sus propios ojos. Los rumores de los ciudadanos y las declaraciones que sostenían algunos periódicos como Tierra Unida, afirmaban que, de hecho, ese hombre había visto el más allá. Su mujer y sus dos hijos murieron como víctimas del Surbiro. Él tenía motivos de sobra para no poder conciliar el sueño tras haber visto muerta a toda su familia, pero aunque no quisiera morir dormido, tampoco tenía mucho interés en seguir vivo. No quería ver cómo el mundo por el que dio una oportunidad se desmoronaba frente a sus ojos secos y rojos.

El señor se quedó de pie frente al gran portón de la Bona Wutsa. Las inmediaciones del palacio político estaban rodeadas del cuerpo de seguridad de Krasnodario, cuyo fin principal era proteger al presidente de cualquier masa enfurecida que se manifestara en su nueva residencia. Los seguratas estaban tranquilos, incluso algunos se reían de aquel loco desnudo y con el cuerpo pintado, que gritaba que Krasnodario no era su presidente. Pero si se hablaba de locura colectiva, solo bastaba con un loco para que la demencia se multiplicase.

Eso fue lo que pasó.

—¡No se puede combatir el terrorismo con derechos humanos! ¡No podemos quedarnos aquí a esperar que solucionen el resultado de ese atentado! ¡Debemos contraatacar y rebelarnos! ¡Unos líderes políticos que no erradican el terrorismo no representan a la humanidad! ¡Krasnodario no es nuestro presidente! —gritó el hombre a una multitud—. ¡No moriremos dormidos! ¡No moriremos dormidos!

—¡No moriremos dormidos! —gritó una mujer con un niño entre sus brazos. El pequeño estaba enredado en una manta sucia. Su cuerpo estaba tan frío como las lágrimas de su madre.

Esa frase sonó por todas las bocas de la desesperada multitud, pero pronto se escucharía por cada rincón del planeta. La periodista, Larissa Wuon, no tardó en filmar todo el espectáculo y subirlo al colapsado servidor de Clocktick. En cuestión de segundos, se esparció una fiebre aún más enferma que la toxicidad del Surbiro de Baggos. La gente se abalanzó contra el portón de la Bona Wutsa, lanzó la basura que había en el suelo contra los agentes de seguridad, y los policías se vieron obligados a reducir a las personas agresivas mediante golpes y descargas eléctricas. A pesar de los gritos de dolor o de la histeria que cada vez más se propagaba, la frase se oía tan intacta como la primera vez que aquel loco la pronunció.

No moriremos dormidos.

Tres palabras que se habían convertido en un lema, y a lo largo de la historia de la humanidad era fácil comprobar la importancia que suponían las palabras. Las palabras podían crear revoluciones, destruir ideales, recordarse hasta el fin de los días si volvían a pronunciarse. Incluso tenían poder suficiente para que las personas se mataran mientras las decían. Si se trataba de palabras, nadie estaba a salvo de no oírlas. La información más importante podía escucharse hasta en los oídos más sordos. Y aunque hubiera paredes de hormigón en la Bona Wutsa, que eliminaban gran parte del barullo del exterior, esas palabras se colaron allí dentro hasta que llegaron al presidente.

Insomnio: Primeros Confederados | SC #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora