Capítulo 16: Palabras de dioses

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Treinta y ocho horas de vigilia mundial

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Treinta y ocho horas de vigilia mundial.

Diez minutos de vigilia para Dacio y Clisseria.

Unos rayos de luz se colaron por el hueco que dejaban las cortinas, y dieron la agradable bienvenida de un nuevo día al matrimonio Krasnodario. El presidente se percató de que su mujer descansaba sobre su hombro, y acarició su cabeza, con esa cabellera platina y reluciente. Pensó por un momento qué estaba pasando por ella.

«¿En qué piensas, Cliss?»

La primera dama abrió los ojos con lentitud.

«Paz, tranquilidad. El creciente alivio de saber que el sabor de la victoria ya está sobre nuestras bocas», adivinaba Dacio en sus pensamientos.

Clisseria desvió su mirada hacia el holograma de la mesa. Los destellos azules formaban el dibujo de un sobre. El presidente había recibido un mensaje urgente, y ella se tomó la libertad de abrirlo por su marido. Ambos leyeron en pocos segundos lo que Alfa les había enviado hacía unas horas.

—No te preocupes. Ya imaginé que pasaría esto. Creo que ya estarán de camino. Di una orden a mi equipo de seguridad para que, en cuanto recibieran el paradero de una baliza de rescate con identificador Rabdt-6, fueran a buscarles de inmediato y los trajeran hasta la Bona Wutsa. Se identificarán como un equipo de seguridad especial del gobierno. Nadie sabrá quiénes son en realidad. —Dacio acompañó lo que dijo con un gesto que indicaba confianza.

La señora resopló, pero sus ojos brillaron con expectación, al igual que la sonrisa doblada hacia un lado que le creció en el rostro.

—Y todos ignorarán que los que se hospedarán en la casa del presidente del mundo, serán los terroristas que han destrozado su hogar y matado a sus familias —pronunció Clisseria, como si estuviera leyendo el versículo de una escritura sagrada.

—Así será —aprobó Dacio.

El presidente se levantó del sofá, caminó a paso lento hasta las ventanas, corrió las cortinas, y su silueta se bañó en luz. Clisseria solo veía una figura humana rodeada por rayos de sol, pero parecía divino, y en realidad lo era. Tuvo tanto poder entre las palmas de sus manos que consiguió reducir su propio mundo a cenizas. Eso era cosa de dioses, pero entonces solo había humanos que no creían en nada más allá de sí mismos. Eso los convertía en peligrosos, en personas como él, que creían poseer demasiada cantidad de autoridad... pero ignoraban la debilidad de su especie.

—Da a la población algo en lo que creer, y te seguirá en masa —dijo Dacio.

—En los milenios anteriores tenían a Dios, Yahvé o Buda. A Jesucristo. Palabras de dioses que se escribieron por hombres. Todos terminaron teniendo fe ciega en ellas, e ignoraban que fueran una mentira. No es necesario que algo sea verdad para que la gente se lo crea, ¿verdad, Dacio? Míranos a nosotros. Tenemos la misma hipocresía de la Iglesia.

Insomnio: Primeros Confederados | SC #1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora