Capítulo octavo: Rebaño

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*En notas de autora os explicaré algunos términos en cursiva, tranquis ^^ Capítulo largo, como siempre ya xD

Ciudad de Roma, Imperio Romano de Occidente

El relinchar de los équidos levantaba el polvo en la entrada de la ciudad, cautivando a un centenar de ojos curiosos que inspeccionaban desconcertados la llegada de los forasteros. El ajetreo típico del mediodía en el mercado central, de pronto, fue sustituido por un murmullo incesante entre los espectadores que miraban anonadados la entrada de los altos cargos designados por el emperador. Aunque el número de individuos era bastante mediocre para lo que estaban acostumbrados a vislumbrar entre el amplio séquito del padre de toda Roma, los mercaderes ocasionales intuyeron la superioridad de sus cargos gracias a la tipología de las dos carrucas que los dirigían; mientras que los originarios de la urbe supieron de inmediato sus identidades, pues justo dos días antes fueron testigos de la arribada del resto de invitados.

Apenas tres carros configuraban la marcha: la carruca principal, —que al igual que la pequeña que le continuaba— en lugar de ser arrastrada por mulas lo era por caballos de brillante pelaje. Perfectamente podría hospedar a una familia de bien en su interior, sin embargo, la simbología externa se atribuía a los emblemas de los gobernadores del sur; mientras que la pequeña, evidenciaba un interior de cuatro plazas, cuya finura en los trazos de sus paredes denotaba un uso enfocado al ámbito femenino. En última instancia, les seguía el petorritum, transporte típico de los sirvientes principales, que para más asombre de los ciudadanos romanos, no sólo estaba cubierto para proteger a sus inquilinos, sino que además, también era tirado por un par de caballos de menor tamaño. Los romanos murmuraron estupefactos, desconfiados de si realmente los carros pertenecían a sus dueños. Y de ser así... ¿Qué razón podría traerles a reunirse con el emperador? Varios de ellos aposentaron sus ojos en dirección al templo, muchos, augurando la llegada de malos presagios...

Los carros se paralizaron ante la entrada del gran Palatino, hogar principal del emperador situado sobre un verdoso monte. El edificio se alzaba glorioso, con unas dimensiones que perfectamente podrían cobijar a numerosas familias, sin embargo, se responsabilizaba de proteger durante siglos un único tesoro: el emperador que gobernara sobre todos los pueblos romanos, y en ocasiones, también a sus favoritos. Jellal lo sabía, aquellas paredes de piedra fueron su hogar durante su paso a la madurez, y en cierto modo, pisar de nuevo su suelo le despertaba añoranza. Cuando sus pies chocaron contra el espeso césped que lo rodeaba, hinchó su pecho de valentía y antes de que su coraje se evaporara, dedicó una mirada cómplice hacia su igual de cabello cobrizo oscuro y se encaminó hacia la carruca de su esposa.

•••

No importaba la conversación, ni las risas sonoras. Nada de aquello ocultaba la tensión en el ambiente entre los cuatro gobernadores por mucho que se esforzaran en mostrar sus dientes simulando simpatía. La situación era distinta a cuando se encontraban en una reunión ordinaria o se desfogaban en una ceremonia ritual. En esta ocasión, fueron citados para decidir sobre el futuro de una guerra con su máximo oponente, una región que a pesar de la larga historia del Imperio, jamás ningún emperador había logrado someter. No sería sencillo doblegar a su Faraona a la voluntad de Roma, quizás incluso se trataba de un imposible. Mas, a la par que la tensión, la emoción también contaminaba el aire que inhalaban los cuatro hombres que se desafiaban con las miradas sentados los unos frente a los otros.

Egipto podría ser el camino que determinara sus pasos. Su triunfo sobre la tierra de arena y sol, significaba una mayor extensión para el próximo heredero imperial. Y extensión a los ojos de la codicia, equivalía a poder. Una oportunidad que Jellal no iba a desperdiciar.

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