Capítulo cinco: Trato hecho

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*Atención: capítulo largo, al finalizar daré un aviso. 

Percibía su cuerpo como si no formara parte de un mismo núcleo. Era como si lo hubieran troceado con una espada, para luego tratar de juntar los pedazos de forma inconexa. Sintiendo como cada parte de él chirriaba de dolor por dentro, experimentando el sufrimiento de sus huesos que le susurraban tras su piel la agonía que vivían en aquel momento.

Lo habían maltratado arrastrándolo por un suelo sólido y rocoso, sus caras prendas estaban desteñidas y hechas retazos de lo que antaño eran, lo tenían amarrado como a un animal con cadenas que lucían cual largos adornos en sus muñecas y tobillos.

Su cuerpo estaba hecho pedazos, su cuerpo estaba roto.

Puede que no fuera su cuerpo lo que había quebrado, ni lo que mayor dolor le proporcionaba. Quizá, fuera el orgullo herido y la impotencia de no haber sido el hermano mayor que debería ser con Meredy.

Ella lo miraba con su cara magullada, que le hacía entender que posiblemente hubiera despertado antes que él y aquellos moretones fueran fruto del despertar de la ira de la chiquilla ante los esclavistas. Tragó saliva mezclada con rabia. Si habían tratado con crueldad a su hermana, no importa lo que le costara, pero aquellos malechores pagarían por sus actos.

Se miraban sin mediar palabra, porque sus gargantas estaban secas debido a las altas temperaturas y la falta de agua, sus tripas rugían hambrientas y la debilidad amenazaba con atacarles, pero se mantenían en guardia aunque sólo fuera para mirarse a los ojos y mantenerse despiertos. Estaban cerca, pero a la vez lejos, puesto que las cadenas los dejaban en el punto exacto en el que ambos estaban tan próximos como para hablar sin alzar la voz si así lo deseaban, pero tan alejados que ni estirando sus extremidades al máximo alcanzarían a tocarse. 

Siempre se quedarían en un punto muerto donde una fina linea invisible les separaba por completo.

Estaban tan concentrados en mantenerse despiertos, que no se percataron de que alguien los analizaba contemplándolos de reojo. El hombre que los observaba callado desde que un par de esclavista había arrojado a los niños en el interior de la cuadra en la que estaban, era un varón de etnia africana, de altas dimensiones con casi dos metros de altura acompañados de un robusto cuerpo musculado que apenas cubría con unos pantalones verdes desgastados y sucios, que acababan con sus pies descalzos mezclados en arena y fango. Entre sus dedos todavía quedaba un preciado tesoro que le había ayudado a no perder la cordura y mantenerse despierto tras semanas atrapado en aquel agujero.

Por alguna extraña razón, ese par de críos recién llegados le recordaban a él y a su hermano cuando eran niños. Ambos habían crecido sin su familia y tuvieron que aprender a ganarse la vida desde muy temprana edad, primero como meros ladronzuelos en los mercados urbanos, más tarde, y con la experiencia de los palos que la vida da, acabaron siendo unos expertos estafadores que aprovechando su talento combativo derivaron en caza recompensas. En muchas ocasiones, tuvieron que apresar a hombres buscados por algún mero delito seguramente inexistente, y tratarlos como mercancía. Todo ello, antes de que la luz llegara a sus vidas y cambiaran por completo, aunque para los dioses quizá era demasiado tarde para arrepentirse...

Una sonrisa irónica se dibujó en el rostro del africano de ojos felinos. «La vieja historia del cazador, cazado...» reflexionó con tristeza.

Después de la tragedia que llevaba a sus espaldas, casi se había dado por vencido mientras esperaba la muerte, esperanzado de que ésta se llevara de una vez el pesar de su cuerpo y alma para dejarlo descansar por toda la eternidad. Entonces, una luz alumbró su camino cuando los dos pequeños llegaron justo donde él se encontraba. Sin conocerlos de nada, pudo percibir la calidez de sus corazones y ver más allá de sus corazas. No eran unos niños abandonados como lo fue él, sino unos niños perdidos a los que les habían arrebatado el hogar. Sus ropajes, sus cuerpos y sus rostros hablaban por todo lo que ellos callaban, la chiquilla no había dejado de llorar desde su entrada, el muchacho, inconsciente, despertó en cólera cuando apreció el deplorable estado de su hermana, sin siquiera cerciorarse de su propia seguridad, antepuso a la pequeña a sus propias necesidades.

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