Capítulo cuatro: La sangre de los valientes

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Como espectadores, Jellal y Meredy observaban en silencio escondidos tras los los muros de piedra que separaban la zona del rebaño con el campo. Todas las mujeres se mantenían en pie, con los cinco sentidos alerta, dispuestas a batallar de un momento a otro. Capitaneadas por una mujer de larga cabellera rosa que se mantenía en primera fila del frente preparada para disparar flechas del arco que guardaba con cariño de los buenos tiempos de su infancia. Tras el humo creciente, dos sombras se aproximaban hasta el poblado con los andares torpes, Aspasia alzó su mano para prepararse a dar la orden de ataque, pero se detuvo al comprobar que de algún modo, conocía aquel atípico modo de caminar.

«Son algunos de los granjeros que partieron con Pericles»  pensó la mujer. Ordenó que todas bajaran las armas y acudió hasta ellos para socorrerlos y preguntarles dónde se encontraban el resto de hombres. Albergaba cierta esperanza de que su marido se encontrara a salvo y pronto siguiera los pasos de aquel par de individuos que se acercaban torpemente hasta la tribu. Pero, conforme se fue aproximando a ellos sus esperanzas se esfumaron junto al humo gris que los acechaba...

El arco se le cayó al suelo del sobresalto, emitió un grito de dolor y se tapó la boca horrorizada. En cuanto pudo reaccionar, se movió hacia ellos deprisa.

—¡¿Qué os ha pasado?! ¡¿Qué os ha pasado?! —repitió una y otra vez mientras los ayudaba.

A uno de ellos le habían arrancado los ojos, al otro lo dejaron sin lengua. Sus heridas habían sido quemadas y desinfectadas a propósito con el fin de mantenerlos en vida. Aspasia no pudo evitar derramar lágrimas por el relato que contaba el invidente, sintió una arcada florecer en su interior ante tales atrocidades.

—Di-jeron que para enviar un mensaje d-d-dos son demasiados, m-me sacaron los ojos para que yo os informara, a Macao le cortaron la lengua para que fuera mi guía. A-a-ahora ambos hacemos la f-fu-función de un sólo.... un sólo hombre —acabó la frase totalmente abatido e incluso perdió las fuerzas y tuvo que ser sujetado.

—¡¿Quién?! —a Aspasia le temblaba el cuerpo, pero luchaba por mantenerse serena.

—N-n-nos traicionaron, hi-hi-hicimos un tratado y lo incumplieron. S-se supone que intercambiaríamos comercio a cambio de una tregua de paz. P-pe-pero... —se colocó las temblorosas manos en las cuencas donde antaño estaban sus ojos y gritó desolado.

—¡¿Qué?! Le dije a Pericles que no pactaran con nadie, no pueden fiarse de sus pactos ¡maldita sea! —dijo más para sí misma que para ellos— ¿Y Pericles?  —preguntó ansiosa. Ambos aceleraron su pulso meditando la respuesta, la impaciencia de ella iba en aumento.— ¡¿Dónde está mi marido, Wakaba?!

El hombre ciego perdía cada vez más las fuerzas y quedó medio inconsciente. Aspasia perdió los nervios por completo, ordenó a los dos hombres que se pusieran a buen recaudo y con un gesto alentó a las mujeres para que se acercaran. Todas soltaron a los caballos y se dirigieron a toda prisa con las armas en alto. Macao se antepuso a Aspasia intentando frenarla balbuceando sonidos desde el interior de su boca sin lengua, Wakaba trataba de impedirlo semi inconsciente en los brazos de Macao, pero a penas pudo emitir un susurro inaudible para un grupo de mujeres guiadas por la ira.

—Aspasia... no vayas hacia allí, tenemos que huir todos de aquí. Esos hombres no son normales, son espíritus malignos escondidos en pieles humanas.... —Wakaba quedó del todo inconsciente mientras las mujeres se abalanzaban blandiendo sus armas como guerreras hacia lo que aquel par de individuos consideraban una muerte segura.

Dos pares de ojos habían observado la escena en silencio sin escuchar la conversación, pero seguros de que se hallaban en una situación delicada debido a la actuación temeraria de su madre. Aspasia era el tipo de guerrera que siempre premeditaba bien sus pasos y trazaba arduas estrategias de guerra; sin embargo, había reaccionado con cólera ante las palabras de los hombres y se dirigía con energía hacía las montañas acompañada por un grupo de féminas rabiosas. Jellal le hizo un gesto a su hermana para que lo siguiera hasta llegar al establo donde el caballo del joven se agitaba ante el revuelo externo.

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