Capítulo doceavo: Darice

400 44 48
                                    

*Notas previas de lectura: Cursiva = flashback o sueños. En este caso es flashback

Capítulo doceavo: Darice

El hedor de los excrementos bañaba su cuerpo. Las lluvias torrenciales se habían adelantado, mezclando barro, deshechos y heces en un lago putrefacto que cubría su escuálido y minúsculo cuerpo infantil. Pese a todo, no era remilgado. Un porquerizo no podía permitírselo. Arrastró la mierda gateando por el suelo hasta el exterior, impidiendo que se acumularan en el habitáculo donde los animales subsistían. Las crías, faltas de la experiencia de la vida, habían perecido en su intento por escapar de la fuerza del agua y Cobra las agarraba entre sus brazos alejándolas del resto de cerdos que lo observaban impasibles. «Algún día será mi cuerpo el que lanzarán a cualquier agujero.»

Aún así, era más seguro el cuidado animal que merodear por las peligrosas calles de Persépolis, la cuna que le vio crecer durante sus primeros cinco años de vida hasta que las fiebres nocturnas se llevaron a su madre. Junto a su hermana Kinana malvivió como ladronzuelo hasta que hombres ataviados con ropajes nobles colocaron cadenas en los huesudos cuellos de los huérfanos de las calles, recolectando trabajadores para el palacio. Por fortuna para Cobra, que así lo llamaron por su atracción por los reptiles, aprovecharon su don comunicativo con las bestias para que se encargara de éstas; mientras que Kinana, apodada así por su blanca piel, resultó ser demasiado joven para los gustos del monarca, siendo en consecuencia designada a la lavandería.

Alzó los ojos al cielo, observando las nubes marchar en la lejanía. Se apartó un mechón de su mugriento y revoltoso cabello con los sucios dedos y prosiguió con su tarea, acompañado de los otros niños que como autómatas repetían las mismas acciones día tras día. Cuando al fin recogieron todo, el sol ya estaba en lo más alto del cielo y las tripas le rugían. Agarró un pedazo de pan mustio y algunos frutos secos, dejando atrás a los otros niños en busca de la tranquilidad.

Conocía la muerte, jamás fallaba en sus promesas y cada jornada susurraba nombres que al ocaso arrastraba a su regazo. Encariñarse de desconocidos era inútil. Sólo su hermana y los animales le importaban.

Chapoteó hasta su «guarida», una especie de cabaña mal lograda realizada con madera mohosa y unas cuantas telas mugrientas. Una infraestructura totalmente inestable, pero cuya imaginación lo llevaba a sentirla como un hogar. Bajo su malogrado techo un par de huevos de serpiente reposaban dentro de una caja cubierta de paja. Descubrió que aquélla que sobresalía se había empapado de agua y temió por los huevos. Respiró desahogado al descubrir que se hallaban intactos. Los rodeó con sus manos con sumo cuidado, cerrando los ojos, traspasando su calor a las crías de reptil que habitaban dentro de las cáscaras. Una respiración entrecortada atrajo su atención, giró la vista y frente a su «cabaña» encontró una niña que gimoteaba asustada agazapada en el suelo.

«Darice»

La observó en silencio y sus ojos se encontraron. Dos esferas de un verde más intenso que la hierba mojada, temblorosos y cargados de miedo. Antes de pronunciarse, ella corrió a su encuentro y tapó sus labios. Un dulce aroma desconocido invadió los orificios nasales del niño, nada acostumbrado a la pulcredad de palacio. El perfume de la niña le abrió el apetito, recordándole algunas de las especias que había probado cuando robaba en el mercado. Por primera vez en su vida se sintió avergonzado de su aspecto de mendigo; aquélla niña envuelta en joyas pertenecía a la realeza.

—Ayúdame —susurró ella—. Déjame esconderme aquí —él abrió los ojos acongojado, consciente por primera vez de la gravosa situación.

—Me matarán si me ven contigo —reaccionó el muchacho. Ella clavó sus esmeraldas en él.

—No; yo ordenaré tu muerte si no me ayudas.

La FaraonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora