Capítulo décimo: Lealtad

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Capítulo décimo: Lealtad

En una cabaña costera, Egipto

Hundió los dedos en las hebras oscuras de su cabello. No le importó que la grasa y la suciedad se le pegara en las yemas. El agrio aroma que emanaba la piel del hombre tampoco le importunaba. Su atención estaba centrada en su pequeña, quien la miraba ilusionada mientras la morena canturreaba y dibujaba caricias tiernas en la frente del joven que yacía sobre sus piernas. La de mirada esmeralda invitó a la chiquilla a aposentarse a su lado y colocó su manita sobre el pecho del varón.

—¿Lo notas princesita? —la niña asintió sin saber muy bien a qué; el vaivén del pecho masculino era tenue— Los perros también tienen corazón. Respiran como nosotras. Pueden amar. Sin embargo —acarició el mentón de la infante—, muchos sólo buscan alimentarse del sufrimiento ajeno. Y es aquí —presionó la mano de la niña sobre el pecho del hombre— donde tienes que morder para librarte de él. No lo olvides, Yukino. Por muy dócil que parezcan las ovejas en el fondo son perros y no dudarán en atacarte si les das una oportunidad —posó sus dos manos sobre las mejillas de la albina— Nunca te fíes de los hombres, mi dulce niña.

—No lo haré, mamá —Yukino rodeó con sus bracitos el cuello de Minerva y ésta la estrechó con fuerza.

Había exigido incontables veces llevársela consigo lejos de los peligros de la costa para protegerla, pero sus peticiones siempre eran declinadas. A cada negación aumentaba su resentimiento. Demasiado breve era el tiempo que podía gozar de la compañía de su Princesa Nevada, se necesitaban...

«Bruja albina —pensó—, se cree con potestad para anteponerse a mis deseos.» Sabía bien que no era querida por los líderes de aquel territorio formado por proscritos; tampoco esa actitud era novedosa. Minerva era repudiada allá por donde sus descalzos pies dejaban marca. Claro que... muchas de sus huellas se acompañaban del amargo sabor de la sangre. Al final, lo inteligente era distanciarse de la Serpiente de la Faraona, pues era una mujer voluble e impredecible incluso para sí misma. No obstante, su pequeña apaciguaba toda rabia interna que almacenara en su interior. Se aferró a su niñita y la achuchó con desespero, albergando la esperanza de ver cumplido su deseo.

—Yukino.

Su expectativa se quebró ante la mirada gélida del demonio que la examinaba con fiereza desde la entrada. La niña se separó pese al esfuerzo de Minerva de retenerla, y al hacerlo, sintió su corazón hecho trizas. La albina mayor removió el cabello de la niña al tiempo que fulminaba a la morena.

—Ve afuera, Lucy quiere jugar contigo —tras salir, Mirajane borró todo atisbo de sonrisa— Dime que sigue vivo, Minerva —ésta la ignoró.

—Yukino no corre ningún peligro a mi lado; no tienes derecho a arrebatármela —se acercó más a Minerva, furiosa.

—¡Dime que sigue vivo!

Minerva, instintivamente, posaba una mano sobre el corazón latente del joven, oteando con rudeza a la albina.

—Sólo lo he domesticado —un infierno helado brilló en las pupilas de Mira—. O quizá... se deba a la Hoja del Olvido.

—¡¿Lo has drogado?! ¡¿Tienes idea del peligro que supone?!—Minerva se encogió de hombros; Mirajane sentía la furia crecer.

—No iba a presentarle un perro rabioso a mi hija. Además, ahora no recordará las ultimas horas.

—Yukino no es hija tuya —la morena fue a replicar, pero la albina la achantó—. Y este rehén no te pertenece. Agradece la bondad de la Faraona, si de mí dependiera, esta afrenta acarrearía una dura pena.

La FaraonaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora