Felipe

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   Era una tarde tranquila; el sol bañaba de color naranja el Jardín Real y dejaba que la brisa animara a un par de niños mientras jugaban a los piratas

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   Era una tarde tranquila; el sol bañaba de color naranja el Jardín Real y dejaba que la brisa animara a un par de niños mientras jugaban a los piratas. No hacía calor, por lo que el par de menores disfrutaban mientras correteaban alrededor de los árboles con unas espadas de madera en sus manos, era algo muy divertido a pesar de que las grandes paredes no los dejaban ver hacia afuera, solo podían ver las flores y diversos árboles de aquel jardín.

   Las risas eran las que alegraban la tarde, un señor con una sonrisa vigilaba al par de críos, pendiente de que no se fueran a lastimar en su juego. Sin embargo, una mujer con un hermoso vestido fino, se acercó al umbral de la puerta para ver a su hijo jugar. Mostraba su semblante neutral y sus brazos cruzados, su cabello era corto y lucía gracias a un listón azul turquesa. El pequeño niño de cabellos negros, en cuanto vio a su madre, detuvo su diversión y su compañerito se dio cuenta, cosa que lo hizo bufar en silencio, un bufido que hizo reír levemente al hijo de aquella estricta mujer.


—Felipe, tu tutor de esgrima acaba de llegar— Avisó con brevedad la dama antes de volver por donde había llegado, sin cambiar su semblante o dedicarle alguna sonrisa a su pequeño hijo de 8 años.

—Vamos, joven Felipe— El anciano mayordomo de amable sonrisa, le indicó al nombrado que entrara a la casa. Tenía que cambiar su traje por uno más arreglado y peinar sus cabellos negros despeinados por la brisa.

—Adiós Zacarías— El pelinegro, de nombre Felipe, se despidió de su mejor amigo con un atisbo de desilusión y éste igual se despidió con un vaivén de su mano, mostrando una pequeña sonrisa reconfortante para el príncipe.


   La tarde de diversión había pasado como la mayoría de los días hasta que llegaba la siguiente mañana. Luego de las clases de esgrima, seguía el tutor de francés y luego se finalizaba el día con una cena aburrida en donde el pequeño Felipe tenía que estar pendiente de los temas de política para, en un futuro, saber sobre su gente, personas a las que gobernaría junto a la doncella de la que se enamorara.

   A la hora de dormir, Felipe hablaba y reía junto a Zacarías, su mejor amigo. Cada noche le invitaba a dormir en la inmensa habitación real, el mayordomo dejaba que los menores jugaran y evitaba que la servidumbre le comentara algo del tema a la Reina, pues ella no aceptaba tal amistad por el simple hecho de que Zacarías era nieto del mayordomo, parte de la servidumbre.

   Sin embargo, Felipe no prestaba la mínima atención en dicho hecho, él defendía a su mejor amigo y era lo único que su madre no le podía arrebatar. Con juegos, los niños crecieron juntos, manteniendo su amistad intacta, Zacarías avivando la curiosidad de Felipe por querer ir al pueblo, por conocer personas nuevas, nuevas costumbres. Conocer algo que no fuese falsedad y dinero, como era usualmente la vida de la realeza.

   Al final, Zacarías se iba de la gran habitación con una sonrisa, le gustaba tener un amigo y que este no lo viera como poca cosa, como lo hacía la Reina. El pequeño niño castaño, a pesar de sonreír con inocencia, se veía ofendido por el hecho de ser parte de la servidumbre. Las princesas y príncipes, los niños mimados hijos de duques, usualmente intentaban intimidarte y humillarle. Pero el niño inocente sabía defenderse, sabía hablar de forma aterradora. Y aunque terminaba desanimado, recordaba que tenía un amigo que no era igual que esos niños mimados.

No Eres Un Simple DoncelDonde viven las historias. Descúbrelo ahora