20 El horror de la desnudez

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Ahí estaba yo, ella me había desnudado y yo permanecía parado en el desayunador de mi tía, completamente en cueros. Ella se había desnudado lentamente, y yo la miraba en silencio, sin poder respirar, completamente obstruido. El foco cálido, algo amarillento, bañaba discretamente sus pequeños encantos. Se paró frente a mí y tomó mi mano izquierda.

- ¿Lo que tú querías era tocarme, verdad?

Tomó mi mano entre las suyas y la besó. Fue denigrante percibir mis lágrimas ante su tierno asombro.

- ¿Qué voy a hacer contigo, pequeño y torpe aprendiz de brujo? ¿Me querías inmovilizar para tocarme y luego ponerte a llorar como una bebé conejo?

Se apartó de mi vista... Pareció masticar algo. De pronto la sentí respirar a mis espaldas y acariciar mi espalda con sus frágiles dedos de muñeca.

- Todavía no estás listo... Todavía no eres hombre. Cuando seas un hombre vas a poder apretarme y morderme con dureza y eso me va a encantar. Todavía no, pequeño aprendiz de brujo.

Sentí una especie de globo blando posarse a la mitad de mi espalda. Más que la delicadeza de su piel, mi cuerpo se estremeció ante la suave calidez que emanaba de ese saquito de carne tierna que apenas se posaba en mi espinazo. ¡Tan caliente y delicado! Un dócil polluelo de gaviota recién salido del cascarón. Era como la caliente masa glaseada en harinas suaves, el sabor sutil de las almendras o un toque de suculenta nuez. Era la aterciopelada masa granulosa recién salida del horno. Era migajón viscoso. Ella dejó reposar su seno hirviente en mi revés.

- ¿Lo sientes? Mis pechos jamás estarán tatuados, pero siempre tendrán tu nombre dentro.

Empalagoso seno de niña inmaculada. Y así lo dejó en mí. "Va a ser tuyo, tú lo podrás besar, sostener por siempre entre tus labios". Con maldad absoluta tomó mis costados y se fue apachurrando contra mi espalda. Eso me quemaba y doblegaba mi voluntad. Yo ya no existía, era de ella y de nada más que de ella.

Empalagoso como el divino perdón de todos mis pecados. Su pecho se iba apretando contra mí y juró que de mi interior salieron toda clase de líquidos porque aquello fue el placer supremo que jamás volvería a encontrar. Su pecho se apachurraba desbaratándose y compenetrándose, casi consustancial, con mi piel. Entonces su cuerpo parecía volverse mi carne.

- Querido, fui una tonta. Sin querer yo también probé de tu sándwich y creo que también me voy a paralizar. Lo siento, voy a dormir arriba.

Quedé entonces, paralizado, bajo el chorro de la luz rojiza o ambarina, en el desayunador de mi tía abuela.

Han de haber pasado un par de minutos cuando escuché, a mis espaldas, que un cuerpo pesado se levantaba de esa cama que habíamos llevado a la planta baja. Escuché cómo ese cuerpo se calzaba las pantuflas y, también, cómo se acercó al desayunador.

En el suelo, a la derecha de mi abatida vista, la sombra lúgubre del cuerpo de mi tía se dibujó con maldita claridad.

Juró por todas la deidades que lo que sigue es enfermizamente cierto: el total voluminoso e imponente de mi tía Sara salió de mi costado derecho y pasó frente a mí con perversa lentitud. Jadeó inconfundible sus casi estertores y pese a mi horror, no quise cerrar los ojos previendo un ataque todavía más abominable.


EL MALDITO LIBRO DE COCINA DE MI TÍA ABUELA.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora