Capítulo 20: La tormenta continúa

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Poco a poco fui notando los cambios en ti. Cuando te preguntaba si te apetecía salir a comer, decías que preferías quedarte en casa para descansar ya que el trabajo te agotaba bastante. En ocasiones me despertaba en la madrugada y te hallaba en un mar de sudor inexplicable aunque la noche fuera fría. No comías bien y a causa de eso fuiste bajando de peso inmensurablemente. Te veía más pálido, débil... Sin embargo, por más que te preguntara e insistiera, siempre respondías lo mismo: "Estoy bien". Eso acompañado con una sonrisa. Sonreías a pesar de todo. Sonreías aunque en el fondo te estuvieras desmoronando.

Y luego descubrí la verdad.

¿Por qué no me dijiste que estabas enfermo? ¿Por qué no me dijiste que los últimos días de tu vida estaban contados? ¿Por qué no confiaste en mí? ¿Por qué, en vez de alejarme y ahorrarme este sufrimiento, me atrajiste más a ti? Tuviste tiempo, ¿no? Cuando me propusiste matrimonio ya lo sabías, sabías que había algo mal en tu sangre. Entonces, ¿Por qué? ¿Por qué me prometiste que envejeceríamos juntos sabiendo que era mentira?

Me di cuenta por algunos papeles completamente arrugados que estaban guardados en uno de tus trajes, como si no retuvieran información importante y fuera solo... papel. Iba a lavar la ropa, así que estaba revisando cada uno de los bolsillos. Lo que me encontré me dejó anonadada.

Tenías cáncer. Leucemia.

Dios, ¿por qué? ¿Por qué tú, justamente tú? No podía creerlo. Estaba en shock, me era difícil asimilarlo.

Enterarme de esa forma no fue la mejor, lo admito, pero si no hubiera sido así no me imagino qué hubiera pasado.

Cuando te encaré, estaba furiosa. Furiosa y decepcionada, porque no confiaste lo suficiente en mí, en tu esposa, para contarle ese pequeñísimo detalle.

Sin embargo, olvidé todo cuando te derrumbaste justo en frente de mí. Nunca te había visto llorar; para mí, tú eras una de las personas más fuertes que había conocido. Pero allí estabas tú, llorando sobre mi hombro mientras me pedías perdón una y otra vez.

Los siguientes minutos se hicieron eternos. Yo trataba de consolarte, y te decía que no importaba —sí importaba—, que te perdonaba —en realidad, aún no lo hago— y que siempre estaría contigo —eso era lo más cierto en aquel momento.

Nuestro "siempre" fue tan efímero.

Los siguientes días se hicieron eternos y difíciles. No me había dado cuenta de ello, pero en tu rostro se reflejaba el dolor de saber que... Diablos, no puedo siquiera escribirlo.

Me confesaste que lo primero que anunciaste a los médicos cuando te diagnosticaron fue que no aceptarías de ninguna manera algún tipo de tratamiento. Tú creías que las cosas, buenas o malas, pasaban por algo, tenían un propósito.

Nunca pude entender esa creencia tuya. ¿Decías que lo que te estaba pasando, tu enfermedad, era justificable? La muerte no es justificable, en ningún sentido.

Odio al cáncer. Lo detesto. Es algo que te va destruyendo poco a poco, tomándose su tiempo para acabar contigo, hasta que no deja nada de ti.

Lo odio porque se llevó a la única persona que amé de verdad.

Ya no había tiempo. Estaba en ti, todo en ti, te invadió por completo. Y yo no podía hacer nada al respecto, solo estar a tu lado hasta tu último suspiro en este mundo.

Así fue.

Moriste un dieciséis de noviembre.

Ambos estábamos acostados en nuestra cama, "descansando". Las pocas fuerzas que te quedaban se habían esfumado con el paso de los días y ahora lo único que hacías era dormir. Mi cabeza se apoyaba en tu pecho, el cual subía y bajaba con lentitud. Cerré los ojos para disfrutar de los suaves latidos de tu corazón y de la tranquilidad del momento. Minutos después, abrí los parpados rápidamente; los latidos... ya no los sentía, se habían detenido. Se fueron apagando poco a poco hasta que tu corazón se detuvo.

Y lloré, claro que lo hice.

Te habías marchado, te habías ido. ¿Qué haría yo sin ti? ¿Cómo vivir... así?

Las lágrimas manchaban la sábana que nos cubría y tu camisa. Quería fingir que tú seguías dormido y que dentro de poco despertarías y me sonreirías como siempre lo hacías, dándome los ánimos y fuerzas que necesitaba. Así lo imaginé para que el dolor fuera un poco más soportable.

Mas no lo era. El dolor era desgarrador, lo sentía en cada músculo de mi cuerpo, como si me hubieran atravesado una espada en el pecho y la hundieran más y más...

Abracé tu cuerpo con fuerza, sintiendo los huesos de las costillas clavándose en la carne de mis brazos, esperando que me rodearas débilmente, pero aun así haciéndome sentir protegida; no sucedió, por supuesto que no.

Aunque me doliera admitirlo y me costara aceptarlo, la realidad era que ya no estabas aquí. Me habías dejado y ahora era para siempre.

Te perdí.



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