Capítulo 2 "Sarah"

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Estoy pasmada. Boquiabierta. Casi se me salen los ojos de la impresión. Me quedé como espagueti blando y aturdido. No puedo creer que, después de tres meses de capacitación supervisada para hacer admisiones, esta sea la primera solicitud que me asignaron para que revisara y procesara por mi cuenta.

     Es un grandisímo pendejo. Un pendejo pretencioso, ensimismado, egocéntrico e hipócrita sin igual. No sé si reírme o si gritar, llorar o vomitar. El tipo es un claro ejemplo de parálisis emocional. ¡Es patético! ¡Una locura! ¡Puro narcisismo! Quizá hasta un poco aterrador. ¿Quiere lamer  «mi zona ardosa» para hacerme  «aullar como una bestia»? ¿Dice que le tomaría menos de cuatro minutos  «llevarme al más absoluto éxtasis y hacer que caiga rendida total y completamente»? ¿Qué diablos? ¿Quién se expresa así? ¿Quién piensa así? ¡Maldito freak!

     Ah, olvidaba la mejor parte. Jura que me haría tener el mejor orgasmo de mi vida. ¡Ja! Eso me hizo reír, dadas las circunstancias. Seguro le sorprendería -o hasta despertaría su interés- saber que el simple hecho de hacerme tener un orgasmo, de inmediato calificaría como hacer tener el mejor orgasmo de mi vida. No dudo que ese pequeño detalle lo haría volverse loco de atar.

     Quizá la mujer que fingió un orgasmo con él no era el diablo encarnado, después de todo. Quizá sólo era una mujer que sabía que no era capaz de tener un orgasmo, sin importar lo que él hiciera. ¿Acaso él nunca se lo imaginó? Quizá ella decidió jalar la cuerda del paracaídas cuando se dio cuenta de que las cosas iban a terminar igual que siempre: con una enorme decepción. El tipo asegura que la hizo llegar al clímax la segunda vez, pero ¿cómo puede estar tan seguro? Quizá ella fingió de nuevo. Quizá no estaba hecha para tener orgasmos. Quizá estaba hecha igual que yo.

     ¡Qué imbécil!

     Pero, si de verdad es tan imbécil, ¿por qué no puedo dejar de retorcerme en mi silla, intentando aliviar el dolor pulsante entra las piernas? ¡Carajo! A pesar de que mimente quiere con firmeza sentirse asqueada por lo que escribió, sus palabras, y sobre todo su mensaje dirigido a mí, me prendió como una vela romana. ¡No lo puedo creer! Sentada en mi escritorio, con la mirada fija en la laptop, en mi pequeño departamento estudiantil, lo único que deseo es meter la maano al pantalón de la piyama y tocarme... aunque eso sea algo que jamás siento la necesidad de hacer.

     Necesito relajarme.

Sin embargo, tan pronto cierro los ojos para despejar mi mente, lo único en lo que puedo pensar es en su cálida y húmeda lengua rozando mi piel... entre las piernas... justo ahí, donde palpita sin parar en este instante. Me sonrojo de inmediato.

¿Qué me está pasando? Ni que fuera una especia de ninfómana. Digo, tampoco es como que sea virgen. Perdí la virginidad en el primer año de universidad con un tipo que me parecía guapo (y quien de la nada se aferró a mí), y en los siguientes cinco años y medio he tenido un par de novios medio formales (ambos muy lindos y dulces, aunque con el tiempo las cosas se volvieron demasiado aburridas como para continuar), un romance de una noche muy poco memorable (gracias a mi amiga Kat, quien coqueteó con el amigo del tipo al que terminé llevándome a la cama) y, por si no fuera suficiente, otra noche de sexo ocasional hace seis meses que casi no recuerdo (por culpa del cuarto Cosmo que cambió a la «Sarah sexi y divertida» por la desastrosa Sarah del «¿en qué estabas pensando?», cosa que juré que no permitiría que ocurriera de nuevo).

     En fin, aunque no soy una fiera en la cama, sin duda he tenido suficiente sexo, incluso oral —en ambos sentidos, por cierto—, así que no soy ninguna princesa mojigata de cuento de hadas que se sonroja al ver un pene. No me voy a extasiar ni a desmayar porque un patán hable de mi clítoris como mi «punto más deleitoso». ¡Por Dios! En fin, aun si hace tres meses, antes de aceptar este extraño trabajo de «agente de admisión», me causaban algún complejo las palabras que empiezan con «c», eso ya quedó en el pasado.

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