Capítulo 13 - Pendiente de un hilo

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Alice

Aviso: aquí, al igual que en el anterior capítulo, hay un salto en el tiempo, en la misma etapa que el anterior.

Quería gritar. Y lo habría hecho, si ese horrible nudo no estuviera atando mi garganta, axfixiándome e impidiendo que pensara.

Me acurruqué más contra la pared del baño, acercando las rodillas a mi pecho. Me observé las temblorosas manos tras el velo de lágrimas que impedía mi visión.

Cerré los ojos. No era la primera vez que me ocurría, y, aunque ningún doctor me lo había dicho, sabía qué hacer en estas situaciones. Sentía los acelerados latidos de mi corazón, que se debatía desesperadamente.

Siempre conseguía salir adelante, pero en el mismo momento, me desesperé, como me ocurría siempre. Me sentía pendiente de un hilo, en la difusa línea que separaba la vida de la muerte. Y como otras tantas veces, deseaba cruzarla y acabar con mi sufrimiento.

¿Qué me ocurría? ¿Qué era lo que oprimía mi pecho y me impedía respirar? No era una sensación desconocida. Muchas veces había tratado de plasmar en escrito lo que experimentaba, pero nunca conseguía avanzar más de una sola línea. Sentía miedo. Todo comenzaba cuando mi respiración se aceleraba, y cerraba los ojos, tratando de mantener el control sobre mis latidos. Pero nunca lo había conseguido hasta entonces.

Y lo peor que nunca era capaz de predecirlo. Me sentía inhibida, violenta, solo a un paso de enloquecer. Luego venían las lágrimas, la desesperación de no ser dueña de mi cuerpo. La falta de oxígeno alentaba mis jadeos, no conseguía pensar con claridad. Nunca había dejado que nadie me viera en ese estado. Ni pensaba hacerlo.

Siempre, por puro instinto, me posicionaba frente al espejo y colocaba la mano sobre mi corazón, como si así pudiera controlar mi dolor. Me observaba, siempre: los ojos enrojecidos, el rostro empapado en lágrimas, un miedo palpable. A veces cerraba su mano en torno a mi pecho, como si quisiera arrancármelo, presa de un terror sin precedentes. Y lo peor era que no sabía de dónde procedía. ¿De qué tenía miedo? ¿Por qué sollozaba aterrorizada, si no había nada que temer?

Sabía que me estaba asfixiando, las lágrimas brotaban, yo trataba de controlar mi agitada respiración y no podía. Entrecortados jadeos escapaban de mis labios, mientras mis pulmones luchaban por una gota de oxígeno, cerraba los ojos y sentía un ardor en lo más profundo de mi alma, quería morirme, pero no, seguía allí. Y lo peor es que no podía hacer nada para acabar con ello. Cuando mi cuerpo consiguió recuperar la calma que tanto ansiaba, me acurruqué contra la pared del baño, como un animalillo asustado, y mis hombros se convulsionaron en un sollozo silencioso.

Lo peor es que no sabía ponerle nombre. No sabía qué era lo que exactamente me ocurría, y, en el fondo, no quería saberlo. Y me aterraba que los demás conocieran mi secreto. (¿Era un secreto? ¿Valía la pena ocultar cosas que, tarde o temprano, se desvelarían?)

Pero un temor mayor se agazapaba en el fondo de mi alma, aunque ese no era el causante de mi... ¿cómo llamarlo? En fin, sabía que lo que me ocurría no le ocurría a todo el mundo, pero no me importaba. ¿Por qué iba a importarme? Perdía el control durante unos minutos, rozaba peligrosamente la muerte, pero luego volvía a ser yo. Eso era lo que importaba, ¿o no? Sabía que tarde o temprano llegarían las consecuencias, que tendría que enfrentarme a la incredulidad de mis iguales. Pero trataba de retrasarlo, y, por ahora, parecía funcionar.

Además, ¿a quién se lo contaría? Mi madre estaba absorta, perdida en cuento de hadas que hace mucho que llegó a su final. Mi padre, hechizado por un trabajo que consumía hasta la última fibra de su ser. Keyla me había echado de su vida. Cualquiera de esos motivos habrían bastado para justificar lo que me ocurría, pero yo sabía que no era por eso. Ni de lejos. Compadecía a mi madre por vivir en el pasado, por seguir sintiendo algo que ya no tenía ni la más mínima importancia. Y no podría aborrecer a mi padre jamás por amar algo que le consumía, por dejarse absorber por un universo que lo dañaba. Porque yo también vivía de lo mismo. Me dejaba consumir mientras caía a un abismo interminable, siendo inundada por un torrente de palabras que me atravesaba de parte a parte. No era una sensación digna de describir con palabras, ni mucho menos sencilla de explicar. ¿Qué podía decir de Harry Evanson, cuando yo cometía los mismos errores? ¿Cuando letras, sílabas, vocales, consonantes, llenaban por completo mi mente e iluminaban mi mirada con la divina luz de la literatura? Nada, nada. Porque, yo, Alice Evanson, había heredado el don de mi padre, y agradecía a los dioses por el dorado regalo que se me otorgó mucho tiempo atrás, antes de que mi mente supiera cómo utilizarlo. Sabía que, tarde o temprano, mi obsesión se convertiría en mi perdición, pero, ¿qué más daba? Nadie estaría allí para verlo. Y yo adoraba cuando la energía fluía por sus venas, cuando las palabras se alineaban dando paso a la más perfecta sintonía a la que podía aspirar, ¿deseaba algo más? No. No sabía si alguien podía entender esto, pero probablemente sí.

Yo, por mi parte, no prestaba especial interés a que alguien quisiera compartir sus divagaciones conmigo. Era mi universo, y punto. Y nadie quería entender cómo alguien podía querer vivir de un dudoso puñado de frases, de armonías. Eso era lo único que deseaba. ¿Por qué iba a querer algo más? Amor, amigos, familia, todo pasaba a un segundo plano cuando la pluma resbalaba entre mis dedos y yo cerraba los ojos, dejando que la luz estallara dentro de mi interior y se expandiera por el papel. La tinta resbalaba de por entre mis dedos temblorosos, y yo no concedía mayor importancia a que fuera ilegible. Sabía que no había muchas personas con capacidad de entender lo que escribía. ¿Y qué más daba? Sabía que, en el fondo, nadie quería entenderlo. Me levanté del suelo del baño con expresión decidida. Las manos aún me hormigueaban, pruebas del pánico que me había invadido apenas instantes antes. Sentí ese típico agotamiento, y me dejé llevar por él. En mi mente resonaban aún, con fuerza, mis palabras: eres Alice Evanson. Nadie en el mundo puede acabar contigo.

Cerré los ojos, y dejé que mis últimas palabras resonaran con fuerza en mi mente.

Memorias de una lesbiana (Pausada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora