Capítulo 2

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La intensa luz blanca lastimaba sus ojos, frunció el ceño y parpadeó varias veces.

La mujer a su lado se puso de pie de inmediato dirigiéndose a la persona que la acompañaba.

—¡Abrió los ojos... ¡llama al doctor! —exclamó con nerviosismo—. ¡Pronto! —gritó casi en silencio, pero suplicante.

Las voces se oían confusas, lejanas. No podía distinguir quiénes eran las personas que hablaban a su alrededor. Por más que se esforzaba no lograba pronunciar palabra. Segundos más tarde, una pesada oscuridad envolvía todo otra vez, sumiendo su mente en una profunda inconsciencia.

—Tesoro mío, solo nos queda esta noche... ya debemos regresar a casa, a nuestras obligaciones, la ciudad con sus ajetreos y ruidos molestos...

Debemos despedirnos de nuestro paraíso.

Frank había quedado con la mirada perdida en el precioso paisaje de la isla serena y silenciosa.

Respiraba profundo, como queriendo aspirar toda su fragancia.

Tanta calma, una noche extraordinariamente azul, cobijaba esa majestuosa luna que se mostraba imponente ante sus ojos. Toda la isla, con sus aromas, sus sonidos, la brisa entre fresca y cálida acariciando sus cuerpos, la extrema sensación de paz, absolutamente inexplicable; mágico y totalmente fuera de toda realidad.

La luna de miel había sido tal cual cuento de hadas.

Con la diferencia que en él, no existieron brujas ni duendes malos, únicamente la princesa con su príncipe. No quería irse tan pronto. La rutina, la ciudad, el estrés cotidiano.

Volvió levemente la cabeza al sentir la caricia sutil de su esposa, que hacía un rato estaba observándolo. Recostó su mejilla en la mano tierna que lo mimaba.

—Frank... te amo —susurró.

Los ojos de la chica lo atrapaban hasta cortarle el aliento.

El joven se dio la vuelta quedando frente a frente. Lorraine lo abrazó con dulzura infinita. La fue apartando delicadamente, tan solo a la distancia en la que pudiera perderse en sus ojos, hipnotizado por su belleza.

¿Cómo podía ser posible sentir así, tan profundo? No lo sabía, únicamente podía disfrutar de ese sentimiento sin cuestionarse más nada.

Cierto era que besaría el suelo que esa mujer pisara. Su amor era tan intenso que muchas veces le ocasionaba temor.

—¿Que ocurre, cielo? —preguntó la chica, al ver que la observaba con esa expresión seria que la llegó a inquietar.

—Te amo tanto mi dulce Lorraine, te amo como jamás amé ni amaré en toda mi vida, mi corazón te elegiría una y mil veces, no te canses nunca de mí, cielo.

Expresó con voz entrecortada, al tiempo que esbozaba una tierna sonrisa; no obstante, en sus ojos se podía distinguir el brillo de las lágrimas traicioneras, que quisieron escapar, delatando su debilidad en ese momento; él no las contuvo, su alma estaba al desnudo.

Su esposa lo miraba con desconcierto. Nunca lo había visto en ese estado, lo sintió vulnerable y compungido, no comprendía la razón.

Tiernamente, con gesto amoroso y tranquilizador, tomó su rostro entre las manos, obsequiándole infinidad de besos suaves y delicados.

Se miraban como si nada más existiera, sus mentes se pertenecían mutuamente siendo esclavas voluntarias de esa pasión sin control.

Sus labios se encontraron en un beso tierno, profundo, suave al principio.

El contacto íntimo provocó gemidos que para nada fueron contenidos, ese sentimiento intenso que provenía del alma; el latir de sus corazones iba a la velocidad de caballos desbocados. La sangre circulaba por sus venas como lava hirviente, la razón los abandonaba para darle paso a la locura, al éxtasis; en sus rostros se vislumbraba la expresión más pura, genuina y desenfrenada, que tan solo pueden experimentar quienes se aman sin límites ni medidas.

No, claro que no... jamás se cansaría de él.

—¡Jamás me cansaré de tí mi amor!, ¡te amo, te amo tanto!—logró decir la chica entre gemidos, suspiros y besos.

Y nuevamente se abandonaron a esa pasión insaciable que no podían contener.

—Cariño, ¿no olvidas nada? Apresúrate o perderemos el autobús —gritó desde la puerta de la cabaña Frank, notando que su esposa se tardaba.

—Estaba dando una revisión a la cabaña por las dudas, quizá algún marido despistado olvidaba algo.

Dijo sonriendo; caminando con largos y elegantes pasos hacia él, empujándolo en son de juego mientras depositaba un beso en su nariz.

—Vámonos o no nos esperarán —ordenó; mientras era observada con mirada incrédula por su marido, quien cargaba las maletas más pesadas en tanto ella solo llevaba un bolsito deportivo.

El viaje hacia el aeropuerto fue entretenido. Los demás turistas entonaban canciones y la algarabía era contagiosa. Los jóvenes se animaron y también entonaron alguna que otra canción conocida.

Al llegar se despidieron amistosamente; algunos intercambiaron direcciones de redes sociales para mantenerse en contacto.

El vuelo fue un tanto abrumador, ya que hubo que atravesar una tormenta. En los viajes de largo recorrido, por desgracia, es casi imposible evitarlas; aunque los pilotos hagan lo posible por mantenerse alejados de las turbulencias, desviándose de la ruta, subiendo y bajando, hay momentos en los que no pueden predecirlas y terminan teniendo que pasar por ellas. No obstante, llegaron a destino sin el mayor de los problemas.

—Vayamos por el coche, cielo, estoy deseando llegar a casa — Expresó Frank con gesto cansado.

—Bien cariño, prometo mimarte con unos deliciosos masajes cuando lleguemos—le dijo guiñandole un ojo a su exhausto esposo, quien devolvió el guiño ante tal promesa.

La lluvia había cesado; de igual forma los caminos se mostraban peligrosos. Lorraine había comprado dos cafés y medialunas en un local de comida rápida mientras Frank iba por el coche. El muchacho conducía sereno, tarareando una canción, la chica disfrutaba su café, ofreciéndole bocados de medialuna, que Frank engullía rápidamente.

Ninguno de los dos supo de dónde, solo vieron ante ellos un ciervo cruzar el camino, no hubo necesidad de hacer ningún tipo de maniobra para evitarlo, el coche no lo embestiría ya que el animal había pasado hacia la otra senda.

Ambos sonrieron de alivio, hasta que el alma se les congeló en el pecho, al ver el enorme camión con zorra derrapando en su dirección.

En un intento fallido por esquivar al animal, el conductor del pesado vehículo perdió totalmente el control, estrellándose violentamente, con todo el peso de la cabina en el Monza negro de los jóvenes recién casados.

Luego del estruendoso impacto, una total oscuridad los envolvió. Segundos más tarde un absoluto silencio.

El reloj marcaba las diecisiete horas.

Sin alientoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora