En los primeros días, Sergio y Claudio pretendieron demostrar que estaban en el mejor de los mundos, porque supongo que así ambos se sentían ganadores de la apuesta. Aunque nadie lo dijo, la impresión que todos teníamos era que el más beneficiado tenía que ser Claudio, tal vez sencillamente porque eso era lo que dejaba creer la historia: que el mendigo disfrutaba de los privilegios de ser príncipe. Al menos por un tiempo.
Él mismo no hacía más que acentuaran esa idea, pavoneándose a cada momento de lo bien que lo pasaba en lo de Sergio, donde en todas la comidas se servían dos platos y postre, donde le complacían sus más mínimos deseos y si quería podía cambiarse cuatro veces al día, ya que siempre había ropa limpia esperándolo.
La familia se Sergio había aceptado la idea de que el instituto había promovido el cambio de casas y todos hacían un esfuerzo por mostrarse hospitalarios. Hasta la hermana, que no se caracterizaba por su amabilidad, lo invitó a Claudio a ver una película en el DVD de la sala con ella y una amiga. Era una de terror y se la habían pasando lanzando alaridos.
-¿Qué amiga? -preguntó Sergio al oírlo.
-Macarena, una rubia.
Me pareció ver una mirada cómplice.
-Está buena.
Pero Claudio se mostró indiferente a ese asunto.
-Supongo, sí. Era la que más gritaba.
-¿Y mi abuela? -preguntó Sergio volviendo a la carga-.
¿No te hizo escuchar un concierto de piano?
-Sí, pero no me importó. El sillón de la sala es bien cómodo.
-Seguro que eligió el más largo -Sergio había logrado dar vuelta la situación y su tono era cada vez más filoso-, el que dura 55 minutos. ¿A que luego quiso ver tus notas?¿A que te echó un discurso sobre lo mal que te irá en la vida si te queda alguna?¿A que luego mi madre te dijo que eres responsabilidad de ellos mientras estés en casa y no debes salir?
Claudio asintió con desgano, lo cual no hizo más que aumentar las carcajadas de Sergio, que de pronto se sentía el ganador del día. Él, en cambio, había disfrutado de la más completa libertad. Así lo dijo. Al salir del instituto había ido al cine y a caminar con un amigo. Hasta cansarse de andar por la calle.
-Llegué a tu casa a tiempo para tomar un café con tu padre. Después nos quedamos jugando a las cartas hasta las dos de la madrugada. Un tío estupendo, tu padre. Me lo pasé muy bien.
-¿Había comida en casa? -preguntó Claudio.
-No mucha, pero ya había comido un bocadillo por la calle.
-Si andas con dinero encima no estás cumpliendo el trato. Se supone que debes vivir mi vida, y yo nunca tengo un centavo.
En la expresión de Sergio hubo un sutil cambio, como si por un momento se sintiera incómodo. El triunfalismo que derrochaba empezó a entibiarse. Claudio lo vio y avanzó.
-Para que sea justo tiene que dejar tu dinero. Solo así te vas a acercar a la forma en que yo vivo. ¿Cuánto traes?
Sergio vació sus bolsillos, donde tenía algo más de treinta euros.
-Está bien -dijo-, me quedo solo con lo necesario para viajar. El resto lo dejaré en custodia de Ayelén.
-Tampoco deberías llevar el móvil -agregó Claudio señalando el teléfono que sobresalía en el bolsillo de Sergio-. Yo no tengo.
Me pareció que Sergio dudaba, pero al final aceptó.
-¿Por qué no? -dijo-. Así es mejor: ya nadie en casa puede controlarme. También te lo dejo, Ayelén.
Me sorprendió verme involucrada. Hasta ese momento todos habíamos escuchado sin intervenir, riendo ante las anécdotas que contaban. A mi lado estaba Fernando, quien en los últimos días había salido un poco de su silencio y cada tanto se acercaba a mí. Ahora noté que miraba todo con desaprobación.
-¿En verdad tú piensas que puedes vivir la vida de Claudio? -lo increpó a Sergio.
-Sí, eso hago.
-¿Tú? -Fernando sonrió irónico-. ¿Acaso no tienes cara de español? ¿ No hablas como español? ¿No andas por ahí sabiendo que tienes todo asegurado? No, olvídalo: nunca sabrás lo que es estar en su lugar. O en el mío.
A nuestro alrededor se había formado un silencio incómodo. Yo intenté romperlo.
-Es solo un juego -dije, pero Fernando no me contestó, apenas se encogió de hombros y volvió a quedarse callado. Aunque Sergio retomó sus bromas, sentí que todos habíamos quedado un poco descolocados, como si hubiéramos sido atrapados riéndonos en un velorio.
Esa tarde, al salir del colegio, caminé con Claudio y Fernando hasta la estación de metro. Después de encontrarnos dos o tres veces esperando el mismo tren, habíamos impuesto esta costumbre sin necesidad de acordarlo. Solo habíamos avanzado unos poco metros cuando vi un grupo de chicos -serían cuatro o cinco- apoyados contra un muro y me pareció reconocer algunas caras del colegio. La situación me inquietó, aunque no hubiera podido decir bien por qué. Tal vez había algo provocador en la forma en que ocupaban buena parte del paso, o era que todos se vestían de manera similar, con camperas negras y calzado del mismo color. O quizás fueron las miradas que nos dirigieron. Hostiles. Noté que Claudio y Fernando se ponían tensos.
-No hagas caso y sigue caminando -me dijo Claudio.
-¿Que no haga caso a qué? -pregunté, pero él se limitó a acelerar el paso y empujarme suavemente del brazo.
Entonces oí unos murmullos. Después, uno de ellos escupió al piso. Sentí que la escupida pasaba cerca, aunque no llegó a tocarme. Igual me estremecí. No era una situación agradable. Fernando se detuvo y se volvió, pero Claudio insistió.
-Vamos -dijo-. No te detengas.
Cuando nos alejábamos escuché que alguno gritaba. No se entendieron las palabras, pero alcanzabas el tono para saber que no era nada bueno.
-¿Qué fue eso? -pregunté apenas bajamos la escalera del metro. El corazón me latía como si tuviera una carrera de caballos en el pecho.
Claudio, en camio, había recobrado su aspecto imperturbable.
-Lo de siempre -dijo-, no hay que enrollarse.
Sin embargo, Fernando parecía alterado. Miró hacia atrás y por un momento pensé que intentaba volver para pegarle a alguien. Pero fue apenas un amago.
-¿Para qué vas a ir? -preguntó Claudio-. Solo harías lo que ellos buscan. Es mejor ignorarlos. Hacer que no existen. Yo seguía sin entender.
-¿Me pueden explicar de qué se trata todo esto?
Claudio me miró con sorpresa. Era, dijo, simplemente lo que se veía: un grupo de tarados que solían andar por la zona buscando pelea. Algunos iban a nuestro instituto. El líder era uno con cara de cerdo que se llamaba Ricardo, aunque todos le decían la Bestia. Lo habían expulsado el año anterior por romperle una silla en la cabeza a otro durante una pelea.
-¿Se meten con cualquiera?
-Supongo que con los que no les gustan por algún motivo. Que pueden ser casi cualquiera.
-¿Y por qué con nosotros?
Los dos me observaron como si yo acabase de caer de otro planeta.
-Será porque no llevamos los zapatos adecuados. O por que no les cae bien mi acento, o la cara de Fernando. O porque les dio la gana. No hace falta una razón -Claudio se rió-. Tú andas en tu mundo y no te enteras de nada.
Su serenidad me asombró. O quizás me irritó.
-¿No te enojás cuando te insultan?
Se encogió de hombros.
-Hay demasiados problemas para tomarse en serio a esos idiotas. Prefiero pasar.
Lo miré a Fernando en busca de alguna respuesta, pero había vuelto a replegarse en su interior y su casa era indescifrable. Me pregunté qué pensaría.
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Aunque Diga Fresas
Teen FictionFuriosa con sus padres por obligarla a mudarse a España, Ayelén está decidida a no adaptarse ni a hacer amigos. Solo quiere volver a la Argentina. Hasta que un día es testigo de una extraña apuesta: dos compañeros, uno madrileño y el otro colombiano...