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Unos días antes del concierto lo vi a Fernando bastante más callado de lo habitual, que para él significa prácticamente estar mudo. Cuando caminábamos por la calle me dijo que los números lo estaban matando. Tardé en entender que se refería a las Matemáticas: lo que lo mataba era la necesidad de sacarse una nota alta en el examen que teníamos en dos días más, porque en la anterior le había ido horriblemente mal.

-Si no saco una buena nota en esta, suspendo Matemáticas, y eso me viene fatal para mis planes de irme a Ecuador

-me dijo.

Lo invité entonces esa tarde a casa, porque pensaba dedicarla entera a estudiar para la prueba y, aunque no me considero ninguna Einstein, tampoco me va tan mal. Más allá de las Matemáticas, la tarde estuvo bien. Para mí, al menos. No es fácil saber qué piensa Fernando. En algunas ocasiones, cuando trato de acercarme a él, tengo la sensación de que entre nosotros hay una soga, pero yo tiro y tiro y todo lo que consigo es rasparme las manos, mientras él sigue allá lejos, con su cara de estatua. 


-Y si no lo logras tú, que haces hablar hasta a las piedras, nadie lo logra.

-No, de verdad, es que eso de hablar a ti se te da muy bien.


En general él se limita a mirar, con esos ojos negros e indescifrables. A veces creo que, en el fondo, lo suyo no es más que una irreductible timidez, una incapacidad de achicar las distancias que lo separan de los demás. Pero otras veces me parece ver en el fondo de su mirada un  dejo de satisfacción por preservar ese espacio misterioso al que nadie puede entrar. 

Ese día, sin embargo, a fuerza de insistir me enteré de algunas cosas de su vida. Por ejemplo, que había estado trabajando en el reparto de volantes callejeros para sumar algún dinero. Cuando pregunté por sus padres, todo lo que contestó fue que trabajaban casi todo el día y se veían poco. Aunque cada tanto, tal vez un domingo, la madre preparaba hornado, una comida con cerdo, y la casa tomaba olor a Ecuador. Me pareció que eso le gustaba.

Casi al final me contó que tenía un hermano del que nunca había hablado, Martín, el más pequeño de todos, al que habían dejado en Ecuador con los abuelos porque era apenas un bebé cuando vinieron. Pensaban traerlo después, cuando estuvieran instalados y con trabajo, pero entonces impusieron la visa y ya fue imposible. Martín era otro de los motivos por los que se quería volver. Si seguían sin verlo, me dijo, pronto no lo iban a conocer.

-Entonces -pregunté yo, que recién empezaba a entender lo que significaba la cuestión de los papeles y las dificultades para entrar y salir del país-, si te vas ya no vas a poder volver.

-Será difícil

-Y tampoco tus padres van a poder ir a visitarte.

-Si no cambian las cosas, no. Pero tal vez todo mejore y consigan los papeles. Entonces podrían ir.

-¿Y qué pasa si te arrepentís?

-No me voy a arrepentir.

Al fin llegó el viernes del concierto. Ese día, Fernando parecía un robot de juguete. Caminaba por el instituto lento y tieso, como esos muñecos a los que les falla la batería. La tarde anterior, los otros integrantes de la banda le habían contado que si las cosas salían bien los contratarían para otras dos presentaciones y la noticia lo había dejado en ese extraño estado. Yo le deseé suerte cuando salimos, pero ni siquiera me dijo gracias: apenas movió la cabeza ligeramente, como si durara de que la suerte le viniera bien.

Sergio, Mariana y yo habíamos quedado en encontrarnos para ir juntos. Claudio, en cambio, dijo que iba a ir con su padre, que al final había aceptado acompañarlo. Y al parecer Adela también iría, pero por su cuenta. Fue ese día cuando oímos hablar por primera vez de este proyecto. Íbamos en el metro y Sergio se puso a mirar un periódico que alguien había dejado abandonado en un asiento. De pronto leyó en voz alta:

Aunque Diga FresasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora