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Unos quince minutos después sentadas en los escalones de una tienda. Es curioso, pero nunca logré recordar cómo llegamos ahí, por dónde pasamos ni por qué decidimos sentarnos. Simplemente sé que de pronto me encontré mirando un cartel donde publicitaban accesorios para teléfonos y eso me hizo me hizo pensar en que debíamos llamar a Sergio y Claudio para avisarles lo que había pasado. Cuando se lo dije a Mariana no emitió ningún sonido: metió la mano en su bolso, sacó el móvil y me lo dio. Yo creía estar recuperada y marqué decidida el número de Sergio, pero al oír su voz me di cuenta de que no sabía cómo empezar.

-Los vimos -dije al fin-. A los tipos.

-¿Ayelén? -preguntó desconcertado-. ¿Te pasa algo?

Parece que estuvieras resfriada.

-Resfriada no -contesté con la conciencia de que las palabras resbalaban de mi boca de una forma extraña, como si hubiera bebido-, pero tengo que contarles algo.

Terminamos haciendo una cita en un café, media hora después. Nosotras caminamos hacia allá lentamente y todavía en silencio. Recién cuando nos sentamos y pedimos dos tazas de chocolate, la miré a Mariana y me pareció rara. 

Aún estaba pálida, pero no era solo eso: tenía una cara que nunca le había visto antes, como si algo le diese asco. Le pregunté si se sentía mal y me dijo que no.

-Pero creo que nunca he tenido más miedo en mi vida.

Debíamos lucir realmente desastrosas, porque Sergio y Claudio se quedaron mirándonos un rato cuando entraron al café. A mí me dio por alisarme el pelo, como si me hubieran agarrado recién levantada de la cama. Una vez que tomé el chocolate, empecé un relato minucioso. Mariana se limitó a asentir y a acompañar la historia con algunos gestos, pero aún parecía incapaz de sostener frases enteras.

Vi como la cara de Claudio se iba descomponiendo a medida que oía la historia. Empezó a decir que todo lo que había sucedido era por su culpa, que podríamos estar muertas, o algo peor, y todo se debía a la estúpida insensatez de mandarnos a seguir a su padre. Mientras lo decía se tironeaba los dedos de las manos haciendo sonar los huesos de una manera que me resultaba particularmente irritante. Le dije que se calmara, que no había cosas peores que la muerte, y que ahí estábamos, sanas y salvas. Pero supongo que lo que ponía en ese estado no era solamente la sensación de habernos enviado al peligro, sino la desagradable certidumbre de que su padre estaba ligado a un mundo sórdido del que hubiera preferido no saber nada.

Una vez que terminamos de digerir la historia, el chocolate y todo lo que pidió Sergio -es notable cómo la tensión le abre el apetito y es capaz de tragar decenas de churros como si fuera agua-, nos dimos cuenta de que mientras nosotros estábamos discutiendo tranquilamente sobre los riesgos que habíamos enfrentado horas atrás, el que corría verdadero peligro en ese momento era José.

-¿Dónde puede estar? -le preguntó Mariana a Claudio.

Él se encogió de hombros. No tenía la más mínima idea, porque fuera de unos amigos colombianos, que vivían demasiado lejos como para ir a pasar la noche, José no le había presentado a nadie. Sabía que había salido algunas veces con gente del trabajo, pero eran apenas relaciones pasajeras. Yo no podía dejar de pensar que tal vez el tipo que se hacía llamar Moncho tuviese mejor información, o más imaginación que Claudio, y en ese momento estuviese tocando el timbre de la casa adecuada.

Pero a veces suceden esas cosas un poco mágicas, y como si se hubiese sentido convocado por nuestra urgencia, en ese preciso momento sonó el teléfono de Sergio y era José, para saber si su hijo andaba con él. Todos nos quedamos en silencio, escuchando la conversación ajena.

-No se te ocurra ir a casa -Le dijo Claudio apenas tomó el aparato.

Fue evidente que la orden desconcertó a José, que pidió explicaciones. Claudio se enredó en una serie de confusas frases sobre los problemas que ocasionaba la falta de luz y agua, y sobre unas informaciones supuesta mente transmitidas por los vecinos según las cuales el desperfecto no se resolvería por bastante tiempo. Como al día siguiente era fiesta y no había clases, al fin acordaron una cita en el Parque del Retiro, al mediodía.

-Dijo que quiere hablarme de algo.

Claudio nos miró nervioso al contarlo, una vez que cortó la comunicación con su padre.

-Pues está muy bien -dijo Sergio-, es hora de que habléis.

Pero Claudio no parecía tan seguro de las ventajas del diálogo. Creo que tenía un miedo terrible de enfrentarse a la verdad y no lo culpo, porque a mí me hubiera pasado exactamente lo mismo.

Horas después, al abrir la puerta de mi casa, la vi pasar a mi mamá con una pila de ropa que desbordaba de sus manos: se detuvo, me miró con unos ojos completamente alterados y dijo que había estado intentando dar conmigo toda la tarde, pero yo nunca estaba disponible cuando hacía falta. Si mi madre pronuncia ese tipo de frase significa que la noche será mala, de modo que saqué lentamente el abrigo,  fui a la cocina en busca de un vaso de agua y esperé sentada hasta que decidiera contarme lo que sucedía.

A los cinco minutos volvió y largó todo: esa misma noche viajaba para Argentina. Mi abuela tenía que operarse de urgencia y alguien debía ocuparse de ella en el hospital y durante los días siguientes. El abuelo a duras penas podía hacerse cargo de sí mismo. Quedaba Bruno, pero él se sentía desbordado por la situación y pedía socorro.

-¿Y el tío Alfredo? -pregunté.

-Está en un congreso en Australia. Y ya sabés que sus ocupaciones son siempre impostergables     -dijo con un dejo de fastidio-. Pero me envió el pasaje. Vos vas a tener que compartir con tu padre los asuntos de la casa: como él llegaba tarde, te va a tocar cocinar. Te dejé una lista para el supermercado. Él me acompaña al aeropuerto.

Asentí y murmuré apenas que iba a hacer lo posible, pero ella ya sabía que yo de cocinar, nada. Apenas alguna ensalada , puré y huevos. Me miró con impaciencia y preguntó cómo había pensado arreglarme entonces cuando pretendía quedarme a vivir en Buenos Aires con mis abuelos. Antes de hablar me dije a mí misma que si algo no me convenía esa noche era meterme en una pelea con ella. Le contesté en ese tipo de tono suave, que supuestamente se usa para calmar a las fieras, que si me hubiera quedado con mi abuela, ella hubiera cocinado, ya que ama hacerlo.

-¿Y nunca pensaste que tiene 80 años y tal vez no podía cuidarte sino que necesitaba que la cuidaras vos?

No le contesté. En parte porque me pareció innecesario y en parte porque odio darle la razón.

Después salí al supermercado. La lista de mi madre era una serie de garabatos incomprensibles que reflejaban su estado de ánimo, de modo que compré lo que se me ocurrió. En la sección de frutas y verduras elegí solo lo envasado, ya que me incomoda tener que pedirlo. Los nombres de las frutas son de las pocas cosas que aún no termino de aprender. Una vez, cuando acabábamos de llegar de España, quise ir a comprar duraznos, que es lo que aquí llaman melocotones. Pero entonces no sabía la palabra. El hombre de la verdulería no me entendía, a mí me dio una vergüenza terrible y terminé comprando kiwis, porque se dice igual aunque en verdad no me gustan mucho. 


-¿Y qué hiciste?

-¿Con qué?

-Con los kiwis.

-Los comí. Ni loca iba a decir en casa que los había comprado por el nombre.



Aunque Diga FresasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora