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Había sido demasiado para un día. En eso coincidimos Sergio y yo una vez que se fueron los tipos y nos quedamos mirándonos, yo aún con el delantal y la escoba, él apoyado en la pared, como si temiera caerse. Lentamente se deslizó hacia una silla y dijo que todo ese ajetreo le había dado un hambre descomunal.

-Te invito a un chocolate con churros -me propuso-. O a un bocadillo. O a un café con medialunas, lo que prefieras.


-Seguro que no dije medialunas. Habré dicho crusanes.

-Cierto, y yo no entendí. Te contesté: "¿Medialunas?". Vos te pusiste impaciente: "El nombre que te guste, vamos ya", dijiste.

-Me moría de hambre. 


El asunto parecía no tener solución. Por muchas vueltas que le dimos en el café una vez digeridos los churros, el bocadillo y los crusanes -el estómago de Sergio tiene una capacidad que nunca deja de asombrarme-, la historia se acercaba demasiado a lo que suele llamarse un callejón sin salida. Por supuesto no 'podíamos decirle a José, apenas llegado del hospital, que unos tipos andaban buscando información sobre sus actividades. Eso era exactamente lo que había prohibido el médico: sobresaltos. Pero tampoco podíamos ocultárselo para siempre, sobre todo porque los tipos habían prometido volver.

Incomprensiblemente, Sergio había cometido la estupidez de hacerse pasar por el hijo de José, según dijo para concentrar la atención en él y protegerme. A mí me pareció un gesto de caballerosidad tonto e inútil, que no había hecho más que empeorar las cosas.

-Lo que hay que hacer -dijo él sin prestar atención a mis objeciones- es resolver la situación de José.

-Como si fuera tan fácil -le contesté-. Las cosas son bastantes más complicadas de lo que  pensás: José no tiene papeles porque no tiene un trabajo legal y no consigue trabajo legal precisamente porque no tiene papeles.

-Hombre, así dicho, no hay salida.

-Justamente.

Sergio dijo que yo era demasiado racional para una tarde como esa. Tenía razón, y en cualquier caso era hora de acabar con esa tarde porque yo tenía que volver a casa. En la estación de metro nos despedimos con un beso que resultó accidentado, porque le di uno y él dejó la casa suspendida en el aire para el segundo, que nunca llegó.

-Aquí se dan dos besos -me dijo.

-Ya lo sé, pero no termino de acostumbrarme. Allá damos uno solo.


-Y lo sigues haciendo.

-¿Qué cosa?

-Lo del beso. Está feo que dejes al otro esperando el segundo.

-Ya te dije que no me acostumbro.

-Tal vez no quieres acostumbrarte.

-Odio que intentes analizarme. 


Aunque Sergio había quedado en pasar el domingo al mediodía por el hospital a buscar a José, me pidió que luego me acercara a la casa por lo que él consideraba el insoluble problema de la comida sana, que podía resumirse en una pocas palabras: todo lo que sabía preparar era un sándwich o, esforzándose, unos huevos fritos que difícilmente pudieran ser considerados comida sana.

De modo que llegué cargando medio kilo de zapallo que pensaba convertir en puré, pero me encontré con que José estaba de pie, preparando algo que olía muy bien, y que no tenía la más mínima intención de representar el rol de enfermo. En verdad, todo en José me resultó una sorpresa. Para empezar, su edad: era mucho más joven de lo que yo esperaba.

Aunque Diga FresasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora